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Remotas islas

larazon

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Este libro de hermosa edición no es una novela, pero está lleno de historias que se leen como la más sugerente obra de ficción. Judith Schalansky nació en la Alemania del Este y estaba acostumbrada a viajar en la Biblioteca Estatal de Berlín recorriendo con el dedo un globo terráqueo, única forma de atravesar las fronteras de su país que entonces era como una isla, aislada en el centro del continente.
En aquella época nació el deseo de enrolarse con la esperanza de ser la primera persona en avistar una tierra desconocida. Pero los tiempos de los descubrimientos pasaron, Schalansky volvió a la biblioteca y su índice se detuvo en cincuenta puntos diminutos, como dice el subtítulo «cincuenta islas en las que nunca estuve y a las que nunca iré». Investigó sobre los datos geográficos e históricos e hizo suyas las narraciones de otros, hilvanándolas con un aliento poético y misterioso que habría subyugado a Calvino o a Borges.
La idea de una isla remota sugiere belleza, libertad y dicha, como en el caso de las Keeling del Sur, visitadas por Darwin y que le hicieron decir que el árbol de la vida debería estar hecho de corales o Atlasov, donde hay una montaña «más bella que el Monte Fuji». Pero muchas de las historias que encierran estas islas son de dolor y desolación, han sido escenarios de destierros y reclusiones, de crímenes y sufrimientos, de abusos coloniales o de experimentos coloniales.