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Somos lo que perdemos

larazon

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Si hubiera duda sobre el género de esta novela de Martín Casariego quedaría disipada en la primera línea: «Se me podría llamar Ismael». La referencia a la gran obra de Melville, la novela de iniciación por antonomasia, nos sitúa desde el principio en un contexto vital y literario en el que el aprendizaje para navegar por las tumultuosas aguas de la adolescencia marcará la acción.
Ismael tiene casi catorce años cuando conoce a Rai, un chico cinco años mayor al que contratan sus padres para darle clases particulares. Rápidamente llegan a un acuerdo: el alumno estudiará por su cuenta y el profesor le hablará de libros, música, de la vida, en fin. La obsesión por la muerte de Rai, por su historia familiar, hace que este sea uno de los ejes principales de la novela, por no decir una de las consabidas tres heridas que, ineludiblemente, están abiertas en los protagonistas: el amor, la muerte y la vida.
Casariego ha escrito grandes novelas juveniles y conoce bien a sus protagonistas. Las turbulencias de los años previos a la madurez, sus contradicciones, «eso es la adolescencia: dudar entre si estás perdido o si, simplemente, vagas sin rumbo», todo ello sale de su pluma con una autenticidad que impacta. Añade, además, frases que calan en cualquier lector aunque ya se haya enfrentado a su propia ballena blanca: «Hay una única escalera que conduce al desencanto y la madurez, pero también a momentos de mágica felicidad». Pero lo mejor de esta novela es el inesperado final que obliga al protagonista a replantearse todo lo vivido y al lector a dar sentido a todo lo leído. Y es que, en definitiva, somos el resultado de lo que perdemos. Así funciona esto de vivir.

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