Un combate de pesos pesados
A nadie se le escapa que decir Jorge Luis Borges (1899-1986) y Mario Vargas Llosa (1936) es hablar con letras mayúsculas de la historia de la literatura en español durante los últimos noventa años: el tiempo que va desde que el argentino debutó con los versos de «Fervor de Buenos Aires» y el hispano-peruano publicó su última novela, «El héroe discreto». Haber charlado con esos dos gigantes literarios y compartido momentos íntimos es privilegio de unos pocos; entre ellos, el uruguayo Rubén Loza Aguerrebere. Éste conoció a Borges en 1978, y cuatro años después a Vargas Llosa. Con el primero coincidió en diversas ocasiones en Montevideo y Buenos Aires; con el segundo, en distintos lugares de América Latina y España.
Intimidad
Borges facilitaría la publicación en «La Prensa» de la capital argentina el cuento de Loza «El hombre que robó a Borges», que se incluye como epílogo en este libro, y el propio Loza convertiría en personaje a Vargas Llosa en su novela «Muerte en el café Gijón» (Funambulista, 2012). Todo ello da buena cuenta de la presencia continua de aquellos a los que Loza escuchó hablar «de la literatura, de cómo escriben sus cuentos y sus poemas, del goce de la lectura, del germen de muchos de sus libros, del mundo en que vivimos, de la política, de la libertad y la democracia, así como la falta de ambas». En efecto, de todo eso se habla en «Conversación con las catedrales» –guiño al título de 1969 de Vargas Llosa «Conversación en la catedral»–, pero sobre todo se respira, a través de pequeños diálogos, la vocación artística de ambos escritores, su necesidad de basar su vida en la labor creativa.
El lector curioso conocerá el grado de disciplina de Vargas Llosa, su relación con la escritura periodística o los libros de viaje, su experiencia como político en Perú y cómo se sintió al recoger el premio Nobel gracias a una charla de Loza que añade con su amigo Fernando Iwasaki. Por supuesto, también aparecen alusiones al inevitable «boom» –«Fue una apertura. Volvió hacia América Latina desde Europa» y se caracterizó por «el antiprovincianismo y el antinacionalismo»– y algunas obras concretas, como el caso de «La fiesta del chivo», sobre el dictador dominicano Trujillo, concebida ya en 1975 a partir de haberle hecho una entrevista para un documental, o «El paraíso en la otra esquina», sobre Flora Tristán y su nieto el pintor Paul Gauguin. En cuanto a Borges, aparece por supuesto anciano y ciego, intuitivo y sagaz. Loza le pregunta sobre cómo escribe –«empiezo un cuento con una frase casual y esa frase ya tiene un futuro, un pasado»–, y luego habla de Lugones, Cortázar, Güiraldes, Baudelaire, Kafka... Borges explica que es incapaz de tener pensamientos abstractos, que se maneja con imágenes, y que su mayor pasatiempo es «soñar. Digamos: urdir fábulas, versos». Reconoce que de su obra prefiere «El libro de arena» y que votó a Octavio Paz para el premio Cervantes; pero lo más divertido aparece con respecto al galardón sueco, que Borges no recibiría –Vargas Llosa confiesa a Loza que se ruboriza al pensar que él lo ha recibido y su ídolo no– y se tomó a guasa: «Bueno, yo estoy seguro de no recibirlo nunca, pero de ser siempre el candidato del año que viene».