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Un volantazo a la historia

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  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

  • David Solar

    David Solar

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«Según Hitler, la raza alemana era la que coronaba el árbol de la evolución, y debía ser capaz de imponer su voluntad sobre los pueblos inferiores. Dijo en la Universidad de Erlangen en 1939, los alemanes tenían más derecho que los demás a luchar por el control del mundo y ganar. Nunca abrigó la menor duda sobre esta idea ni sobre su apasionado nacionalismo germano». «Stalin nunca vaciló en su concepto de que el socialismo iba a crear no solo una sociedad nueva y mejorada, sino una nueva naturaleza humana. Y creía que la Historia se movía sin remedio en esa dirección, hacia esa utopía». De esta manera aborda Margaret MacMillan a dos de las figuras más terribles y determinantes de la configuración del siglo XX, Hitler y Stalin. En un libro chispeante la gran historiadora canadiense (conocida en España por dos obras emblemáticas: «1914. De la paz a la guerra» y «París, 1918. Seis meses que cambiaron al mundo») sale al paso de la tendencia de que la finalidad de la investigación histórica era soslayar el relieve grosero de acontecimientos y personajes para ahondar en los procesos y estructuras sociales que los producían, lo que el gran Fernand Braudel, vaca sagrada de la École des Annales, denominaba las «tendencias a largo plazo» (la «longue durée»), definidos por la geografía, el clima o la economía y rechazando lo que consideraba irrelevante, como política, conflictos y personas.
Sin apartarlo del todo –y tomando un poco el pelo al gran Braudel– MacMillan se centra en esta obra en el corto plazo, en las personas, «en la importancia de los que están al volante». Y encuentra a los que dieron un giro determinante a algunos momentos de la historia del mundo moderno contemporáneo o a los que nos lo descubrieron o a quienes lo contaron.
La historiadora encuadra los perfiles, poco más que esbozados en sus características esenciales (y bien que el lector lamenta la brevedad, pues tienen momentos estupendos), en cinco capítulos, cada uno de los cuales presentaría la característica más llamativa del personaje elegido que, de una u otra forma, a veces atroz, dejó su rastro en una época. En el primero, «La persuasión y el arte del liderazgo», incluye tres protagonistas, tan diferentes como interesantes: Von Bismarck, William L. Mackenzie y Franklin D. Roosevelt emparentados por el don de ver la oportunidad y aprovecharla, tenían amplias miras y contaban con el talento y la tenacidad para alcanzarlas, aunque para ello fuera necesario llevar el país a rastras. El «Canciller de hierro», el forjador de la unidad alemana era tan enérgico e inteligente como brutal y despiadado. Un personaje excesivo por donde se le cogiera que, por ejemplo, confesaba: «El día del cumpleaños del rey me pondré piripi y le diré vivas a grito pelado y el resto del tiempo estaré despotricando o diciendo cada dos frases: ‘‘Caramba, que espléndido caballo”». MacKenzie, que fue primer ministro del Canadá desde 1921 a 1943, era totalmente distinto: trabajador, parsimonioso, puritano, cauto, reprimido, tacaño... Sus contemporáneos le calificaban como el hombre más aburrido del mundo. Y, con todo, mantuvo su país unido en medio de las tempestades que se sucedieron durante su larguísima presidencia: el separatismo quebecois, la Gran Depresión, o el reclutamiento obligatorio en vísperas y durante la Segunda Guerra Mundial. Y lo logró porque conocía como nadie a su pueblo, poseía la capacidad de persuadir a sus auditorios y sabía canalizar el agua hacia su molino. En este capítulo la «prima donna» es, sin duda, el estadounidense Franklin D. Roosevelt: rico, guapo, atractivo, simpático, pero parapléjico a partir de los 39 años. No parece que la enfermedad lastrara su carrera pues, al menos según su esposa Eleanor, la minusvalía le convirtió en un titán con una energía infinita para superar las mayores dificultades incluso con una sonrisa. Eso, quizá, también le hizo un mentiroso congénito, del que el general MacArthur decía que «Nunca decía la verdad cuando le servía igual con una mentira». Poseía una enorme capacidad de convicción y se ganaba a la gente a base de mostrar calma e impartir esperanzas para superar los efectos de la Gran Depresión.
Ambiciosos y arrogantes
Embalados en el encanto de la prosa histórica de Margaret MacMillan hemos devorado el espacio de la reseña, pero puede decirse mucho más de esta obra tan original como perspicaz. El segundo capítulo, bajo el título «La arrogancia» glosa a cuatro políticos que el lector jamás situaría bajo el mismo epígrafe: la «premier británica» Margaret Thatcher, el presidente de EE. UU, Woodrow Wilson, Adolf Hitler y Josef Stalin, a los que la autora, después de dejar claro que los dos primeros se movieron dentro de los parámetros democráticos y que los otros dos fueron dictadores terribles, encuentra características comunes: ambición, arrogancia, aprovechamiento de su oportunidad en una época de grandes cambios, suponerse infalibles y, al final, el poder, el éxito, el aplauso universal se les subieron a la cabeza. Por los siguientes capítulos desfilan personajes que imprimieron su sello a una época, incluso que la transformaron, desde políticos como Churchill o Nixon a intrépidos exploradores, como Samuel Champlain (1574-1635) o los descubrimiento fruto de la curiosidad, o los que nos relataron el pasado y ella se fija en personajes espectaculares como Saint Simon, en cuyas notas autobiográficas aparecen detalles de la vida en la corte de Luis XIV. La Historia no solo se explica mediante «la longue durée», sino también por las personas y sus circunstancias.