Versos boscosos
Desde que Claudio Rodríguez enarbolara, ya en el primer verso de su primer poemario «Don de la ebriedad», que «siempre la claridad viene del cielo», dejó muy alto el listón de la pureza, desmintiendo con ello cualquier mácula originaria. En «Tras un triángulo Nemoroso», un único poema largo de sincréticas ramificaciones, Gloria Lima parece apuntar a esa elevación en un sentido inverso; no como origen, sino como terminal de un arduo viaje, mientras nos habla de los escollos para emprenderlo. «La hiedra irrumpe/en la inocente creación. /Procura que la llamarada /de la aurora no sobrepase/ el esplendor primero,/ ese que clarifica el levógiro», se precisa, para atajar: «La claridad con límites/indefinidos, aparece». Por una senda próxima a María Zambrano, Lima nos muestra las sombras del bosque, que domina el poemario, ya desde el garcilasismo del título, «nemoroso»: boscoso. Se busca apresar, literalmente, «la fragura del bosque,/en el límite de las sombras», sirviéndose, para ello, de una bien trenzada polifonía de contrastes, entre intimismo y expresionismo, narratividad y metafísica. Frente a lo umbrío de la psique se enaltece la naturaleza como única redención. Sólo que el triángulo boscoso que centra el libro es, además de la matriz del mundo, metáfora del deseado y deseante sexo femenino. A través de recurrentes términos equívocos, lo más atractivo es la dualidad entre un puro misticismo y el erotismo más directo.