Volver a Soria
La saludable máxima de Cocteau, que aconseja ponderar «hasta dónde se puede llegar lejos», podría ilustrar la vocación desmitificadora de la poética, siempre narrativa, de Mateo Rello (Barcelona, 1968). Toda epopeya se torna en ella un formidable material de desecho: un fraude por desmantelar, de zarrapastroso olor a serrín y salmuera, que aborda con espartana (también de esparto) ironía melancólica. Si en «Meridional asombro» (2013) se sirvió del naufragio de la expedición de sir Ernest Shackleton a la Antártida como alegoría del desamor, ahora avanza a pelo, expurgando los familiares orígenes rurales, en la Castilla profunda, citando por sus nombres a abuelos y padres, como metonimia del duelo por toda existencia y muerte anónimas, sometidas al olvido de antemano. «Sin sed, en una manzana arrugada / ve toda la juventud del mundo», dirá, en la onda de la célebre condena de Blake: «Y la juventud fue llevada al matadero, / junto con la Belleza, / por un trozo de pan».
¿Habrá trayectoria más charnega que proceder de Andaluz, pueblo de la provincia de Soria, para arribar en Santa Coloma de Gramenet? Tal ha sido la singladura de los progenitores del poeta, a cuya defunción dedica estas reflexiones sobre el cutre «memento mori», precedido por una sacrificada existencia. Lo dolosamente extinto es el origen: aquel «gozo infantil / la música del mundo», cuando aún se ignoraba que «los primeros ángeles» serían los únicos. Las sesudas citas de Quevedo, Manrique o Calderón contrastan con «este atroz naufragio de la carne» y «esta peste humillante» del morir. Ni siquiera procede la heroicidad de Pavese: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». Qué va: «Maletas abandonadas en el andén de una estación perdida, / los ojos de los muertos (...) Cuánta traición».