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Los Arcimboldo más españoles

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El Museo de Bellas Artes de Bilbao exhibe las tres obras que se conservan en nuestro país de este pintor y reivindica su figura como artista científico.
Arcimboldo pertenece a los artistas capaces de elevar la anécdota a categoría y revertir la idea ocurrente en cuño de un estilo propio, en la señal de identidad de su personalidad artística. El artista, que procedía de una familia de pintores modestos asentada en Milán, trabajó en la catedral de esta ciudad hasta que, por invitación del futuro Maximiliano II, que en 1562 aún era el príncipe heredero, se une a una corte imperial efervescente en ideas y en inquietudes científicas y humanísticas. El Nuevo Mundo, con su seductora ampliación del horizonte geográfico, natural y humano, alentó una sed nueva de conocimientos que atrajo a artistas y exploradores de nuevas disciplinas del saber. Arcimboldo llegó contratado como retratista, pero el triunfo no le acompañó en esta senda, a la luz de las escasas y dudosas piezas de este periodo que se conservan de él. El ingenio le rescató de esta frustración inicial al inspirarle lo que la historia ha venido a denominar «teste composte», que son esas cabezas alegóricas creadas a partir de la reunión de elementos dispares (peces, flores, plantas...).
El Museo de Bellas Artes de Bilbao dedica una exposición a las tres obras de estas series que se conservan en España: «Flora» (1589) y «Flora meretrix» (1590), en colecciones particulares, y «La primavera» (1563), procedente del Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, y contextualizadas con documentación y una serie de cuadros vinculados a esa temática (junto a los retratos de Antonio Moro del emperador Maximiliano II y el de Rodolfo II de Alonso Sánchez Coello). Ésta es la primavera vez que se exhiben esta terna de óleos en España, como destacó en la presentación Miguel Zugaza, director de esta pinacoteca, y una oportunidad para reparar en el exhaustivo y minucioso talento de este creador.
Redescubrimiento tardío
Aunque Arcimboldo alcanzó en su momento un enorme prestigio, su fama declinó posteriormente, pasando por una «damnatio memoriae» que se prolongó hasta su redescubrimiento en los años 30 del siglo XX, cuando se convirtió para artistas y críticos en un precursor del surrealismo y el dadaísmo. Su aportación al lenguaje pictórico, al que dio una nueva gramática a partir de la articulación y conjugación de objetos, le valió el inmediato reconocimiento de Roland Barthes, como menciona Miguel Falomir en el catálogo, en el que recoge este fragmento del intelectual: «Una concha sirve de oreja, es una metáfora. Un montón de peces forman agua –en la que habitan–, es una metonimia. El fuego se convierte en una cabeza envuelta en llamas, es una alegoría». Con este sugerente emparejamiento entre el mundo verbal y el de la pintura se recuperaba el talento de este maestro olvidado.
Pero esta muestra, comisariada por José Luis Merino Gorospe y respaldada por Banca March, es de una ambición superior. Intenta reivindicar a Arcimboldo como pintor científico, y no solo como padrino de movimientos de la centuria pasada. En la misma línea que Leonardo da Vinci (su familia estaba en los círculos leonardescos de Milán), es un artista que pone los pinceles al servicio de la ciencia, como demuestran sus dibujos botánicos y sus cuadernos de apuntes, y, como puede corroborarse en los lienzos de esta muestra, cada una de las plantas, insectos y animales que dibuja responden a un cuidadoso examen de la realidad. Arcimboldo se revela así como uno de esos hombres de raíz renacentista que se forma como artista, pero que contempla la tela como un espejo para escrutar el mundo, el de la realidad y el de la pintura, a partir del asombro que suscitan sus composiciones.

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