Historia

Francia

Los delirios del cardenal Richelieu

Creía en la astrología y sufría accesos de locura, pero su historial médico revela a un paciente delicado que sufría de úlceras y fiebre frecuentemente

Retrato del religioso realizado por Philippe de Champaigne en 1635-1640
Retrato del religioso realizado por Philippe de Champaigne en 1635-1640larazon

Creía en la astrología y sufría accesos de locura, pero su historial médico revela a un paciente delicado que sufría de úlceras y fiebre frecuentemente

Contaba la princesa Isabel Carlota del Palatinado, duquesa de Orleáns y cuñada del rey Luis XIV de Francia –conocida entre sus íntimos por Madame Palatine–, una anécdota nada edificante sobre nuestro nuevo protagonista: el cardenal Richelieu (1585-1642), cuyo nombre real era Armand-Jean du Plessis, recordado siempre como el hombre malo y siniestro de «Los tres mosqueteros», de Alejandro Dumas. «El cardenal Richelieu –escribía Madame Palatine–, a pesar de su inteligencia, tuvo graves accesos de locura. Algunas veces, imaginando que era un caballo, comenzaba a saltar alrededor de una mesa de billar, relinchando y coceando. Esto duraba casi una hora, al cabo de la cual sus criados le acostaban y le cubrían bien para hacerle sudar; al despertarse, el acceso había pasado y no reaparecía».

Verdad o no, disponemos de otro testimonio de mayor credibilidad proveniente, precisamente, de uno de sus mejores biógrafos, el vizconde de Avenel, quien nos presenta al cardenal como un hombre muy supersticioso. Los presentimientos, los pronósticos, los presagios, ocupaban su imaginación. Creía a pies juntillas en la decisiva influencia de los planetas, en los días felices y desgraciados, y hasta admitía el poder de la magia y el efecto de los sortilegios.

Un antídoto verdadero

Cuando se trataba de su salud, la credulidad en los remedios alejados de la medicina era proverbial: así, hizo que le enviaran por un banquero de Roma un anillo que, lucido en el anular, era, según le aseguraron, un verdadero antídoto contra las hemorroides. Y hasta juzgó muy natural que Leonora Dori, conocida como «la mariscala de Ancre», hermana de leche de María de Médicis, hiciera bendecir gallos y pichones para aplicárselos acto seguido en la cabeza.

Richelieu compartió con muchos de sus contemporáneos la creencia en la piedra filosofal y en sus misteriosas propiedades para fabricar el oro. Tampoco dudaba que Charles de Luynes, político francés, condestable y primer duque de Luynes, se sirvió de encantamientos para agradar al rey Luis XIII, ni que dos magos reputados dieron al favorito ciertas hierbas para que las introdujera en los zapatos del monarca y unos polvos para impregnar sus vestidos.

Por increíble que parezca, el extravagante comportamiento de todo un cardenal como Richelieu no resulta sorprendente si reparamos en que pocos años antes el canciller de Pontchartrain consignaba en sus «Memorias» el rumor de que muchas personas eran acusadas de magia y brujería por haberse servido de medios execrables para «atraerse el amor y la benevolencia de las damas». No en vano, el marqués De Breze y mariscal de Francia escribía al secretario de Estado Bouthillier, cuya nuera estaba a punto de dar a luz, para recomendarle «el agua de cabeza de ciervo»; y con este motivo le envió un frasquito del tamaño de un dedo, por temor a que pudiese romperlo el mensajero. «Señor –escribía el mariscal en una nota adjunta–: se atribuye también un gran poder a un hueso que se encuentra junto al corazón de los ciervos, y que se manda tomar, pulverizado y disuelto en vino blanco, a las mujeres de parto».

El número de Platón

Hay que conocer bien el alma de la época para comprender cómo se creían entonces las leyendas más ingenuas y las mayores extravagancias. Sin ir más lejos, el intelectual francés Jean Bodin, en su obra política «Republique», alude al número nupcial de Platón, y al número perfecto, 496, y a su influencia en el cambio de las repúblicas. De creerle, el 63 sería peligroso para los ancianos, al contrario que los septenios.

Richelieu, como vemos, no era una excepción. Su historial médico, recogido por el profesor Poncet de Lyón, nos presenta a un paciente reumático, con hemorroides, frecuentes jaquecas, accesos de fiebre y úlceras que requerían curas diarias. Entre 1633 y 1638, cuatro años antes de su muerte, recibía los cuidados del farmacéutico titular, que servía de enfermero de noche. Pero como muchas veces el boticario no podía curar y administrar por sí solo medicamentos al augusto paciente, un ayuda de cámara, miembro de la servidumbre de palacio, le prestaba asistencia. No era extraño que el cardenal se hiciese sangrar de noche por un cirujano basándose, por insólito que resulte, ¡en la astrología! Era también un adepto ferviente a esta ciencia, y compartía la opinión de los cerebros más lúcidos de su tiempo, a quienes consultaba siempre sobre sus predicciones zodiacales antes de someterse a una sangría. Así era este hombre, uno de los cardenales más célebres y polémicos de la Historia.

Sangrías zodiacales

El cardenal Richelieu confiaba más, a veces, en la astrología que en la medicina para curar sus dolencias. Estaba convencido de que, para que los remedios médicos surtiesen el efecto deseado, era esencial conocer los signos del zodiaco, pues cada uno dominaba una parte distinta del cuerpo humano. Pero el dolor no dejaba tiempo en demasiadas ocasiones para consultar a los astros y había que proceder de inmediato a la sangría para calmarlo. Mientras el médico sostenía con una mano la ampolleta y con la otra el candelabro, el cirujano examinaba la vena en la que iba a practicar la incisión. Dos ayudantes, encargados de sostener la ampolleta vacía de reserva y de reemplazarla por la llena de sangre, pasaban al cirujano la venda y las compresas. Finalmente, trasladaban la botella con sangre a un lugar frío para el análisis de la misma.

@JMZavalaOficial