Los fantasmas del castillo de Windsor
Construido hace nueve siglos por Guillermo el Conquistador, sus muros han sido testigos, según la leyenda, de increíbles y enigmáticos sucesos.
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Construido hace nueve siglos por Guillermo el Conquistador, sus muros han sido testigos, según la leyenda, de increíbles y enigmáticos sucesos.
Sobre un risco cretáceo, a orillas del apacible Támesis y a casi cuarenta kilómetros de Londres, se alza el imponente castillo de Windsor, construido hace nueve siglos por Guillermo el Conquistador, el primer rey de Inglaterra de origen normando, sobre una extensión de cincuenta hectáreas. Es, sin duda, una de las fortalezas medievales más grandes del mundo, y el más antiguo de todos los regios alcázares habitados hoy. La reina Isabel II lo utiliza como palacio real y retiro de fin de semana; intramuros, se celebran banquetes de Estado y eventos sociales, lo mismo que en el palacio de Buckingham. Cada vez que la soberana se encuentra en palacio su propio estandarte real, escarlata y oro, flamea sobre la inmensa mole de la Torre Redonda, indicando su presencia en el interior. Mientras Cristóbal Colón surcaba el océano, en dirección al Nuevo Mundo, habían morado ya en este mismo castillo encantado nada menos que dieciocho monarcas ingleses. Llama poderosamente la atención su cordón de kilómetro y medio de fortificaciones, que forma un verdadero laberinto de arcadas sombrías, patios empedrados y claustros silenciosos.
La primera vez que puse los pies allí, hace ya más de tres décadas, quedé estupefacto al contemplar el interminable recinto con cuarteles, viviendas para casi dos centenares de familias, capillas, oficinas y hasta cuadras para decenas de los más codiciados pura sangres ingleses. Una de sus torres medievales albergaba entonces a legiones enteras de ebanistas, bruñidores, tapiceros, restauradores y costureras que velaban por la conservación del mobiliario del castillo. Una misteriosa fortaleza, en suma, testigo sigilosa de incontables fantasmas de la Historia, con cerca de setecientas habitaciones y tres túneles secretos a modo de pasadizos de escape, entre cuyos muros de piedra se cobijaban incalculables tesoros: más de un millar de dibujos originales de Leonardo da Vinci, lienzos de Rubens, Rembrandt y Van Dyck, centenares de relojes y candelabros de oro, bustos de mármol... Pero entre todos esos fabulosos tesoros, ninguno sigue siendo hoy tan grande y cotizado como el de su propia historia: no en vano, el mismísimo rey Juan sin Tierra, hermano menor del también soberano Ricardo Corazón de León, cabalgó en junio de 1215 desde el castillo de Windsor hasta la pradera de Runnymede, en la ribera del Támesis, para firmar la primera Carta Magna que garantizaba las libertades del hombre.
En Windsor también, el rey Eduardo III constituyó en 1348 la Muy Noble Orden de la Jarretera, el más alto honor que los soberanos ingleses pueden otorgar hoy. El monarca pretendía emular y revivir así la anhelada época de los Caballeros de la Tabla Redonda del rey Arturo. De este modo, Eduardo III quiso reunir en torno a él y a su hijo, el llamado Príncipe Negro, a los veinticuatro ilustres miembros fundadores de la nueva orden de caballería.
Cadáver decapitado
En el coro de la capilla de San Jorge se conserva el sitial de cada caballero sobre el que resplandece su insignia heráldica. Entre los portadores del sombrero empenachado y el gran manto azul característicos de la Orden de la Jarretera figuran nombres tan honorables como los de Sir Winston Churchill, Sir Anthony Eden, el conde Mountbatten, el vizconde Montgomery y, por supuesto, el de la reina Isabel II. Windsor ha sido testigo también del horror. A su interior llegó una noche de intensa nevada, la del 7 de febrero de 1649, el cadáver de Carlos I de Inglaterra, Escocia e Irlanda, decapitado por los partidarios de Oliver Cromwell. En un gesto compasivo que le honra, este líder revolucionario permitió que la cabeza del rey se cosiera a su cuerpo para que su familia pudiera rendirle los debidos respetos al darle sepultura en la cámara acorazada del también rey Enrique VIII, en la capilla de San Jorge.
En el mismo castillo se registraron también episodios románticos, como la declaración de amor de la reina Victoria a su primo, el apuesto príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha, seguida de la correspondiente luna de miel. Y momentos dramáticos, como el de la luna de hiel registrada una tarde de diciembre de 1861, cuando ella se arrodilló ante el lecho de su esposo en la Alcoba Azul de la Torre de Clarence para susurrarle al oído, en presencia de testigos, antes de que él exhalase su último suspiro: «Oh, sí, es la muerte. La conozco. ¡La he visto antes!». La reina Victoria, como tantos otros insignes pobladores del castillo, se llevó algún que otro secreto inconfesable a la tumba tras cuarenta años de casi completo retiro entre aquellos fantasmagóricos muros.
Cuestión de apellidos
Durante la Primera Guerra Mundial, el rey Jorge V, abuelo de Isabel II, decidió cambiarse el apellido germano Sajonia-Coburgo-Gotha por el inglés Windsor. Fue así como el 9 de abril de 1952, la reina Isabel II declaró públicamente que, de acuerdo con la libre disposición de su regio abuelo, era su voluntad que ella y todos sus hijos fueran reconocidos en lo sucesivo como miembros de la Casa Real de Windsor. La declaración de la soberana tuvo repercusión directa sobre la nueva denominación de la fortaleza, que pasó a conocerse así con el nombre actual: castillo de Windsor. El mismo bastión donde siguen celebrándose hoy también fiestas y reuniones durante la temporada de carreras del Hipódromo real de Ascot, uno de los más antiguos y grandes premios ecuestres de Inglaterra, localizado en el condado de Berkshire. Hablamos, claro está, de uno de los castillos más polifacéticos de todo el planeta.