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Los Oscar: sin cruzada moral ni presentador

“Roma” y “La favorita” acumulan el mayor número de nominaciones en una edición de los Oscar abierta y que, tras los precedentes de los afroamericanos y el Me Too, busca su “leit motiv” político sin maestro de ceremonias
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“Roma” y “La favorita” acumulan el mayor número de nominaciones en una edición de los Oscar abierta y que, tras los precedentes de los afroamericanos y el Me Too, busca su “leit motiv” político sin maestro de ceremonias.
«Roma», la película del mexicano Alfonso Cuarón, y «La favorita», del griego Yorgos Lanthimos, con 10 nominaciones cada una, compiten en la madrugada de hoy por unos Óscar desprovistos de adrenalina. El retrato de un México atrapado en mil contradicciones contra las intrigas por el poder y el historicismo empapado en veneno de Olivia Colman, Rachel Weisz y Emma Stone en los papeles de la reina Ana Estuardo y sus cortesanas. De triunfar Lanthimos, la Academia recuperará el hechizo por los dramas de época. Pero sus ases palidecen ante la oportunidad histórica de Cuarón. Junto con sus cineastas y amigos,Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu, ha hecho de los Oscars patrimonio nacional gracias a «Gravity», «Birdman», «El renacido» y «La forma del agua». Bastante más que una anécdota cuando la Casa Blanca asimila a diario a los inmigrantes con los jinetes del apocalipsis. «Roma», que aspira a conquistar el premio a la mejor película y a la mejor película de habla no inglesa, y eso sin olvidar categorías como dirección, guión original, fotografía... no puede entenderse sin sus dos formidables actrices, Yalitza Aparicio y Marina de Tavira. En su estela encontramos «El vicio del poder», una historia incapaz de retratar al ex vicepresidente Dick Cheney más allá de la pura distorsión, el entretenimiento con vitola política de «Black Panther», la apasionada «Infiltrado en el KKKlan» de Spike Lee, y el éxito de una Lady Gaga a medio segundo de reencarnarse en Barbra Streisand. Sin olvidar el debate respecto al auge de las plataformas digitales que en el caso de Netflix ha sido capaz de situar a «Roma» en lo más alto sin estrenar en miles de salas ni asumir los mandamientos comerciales más evidentes.
Moralismo y polémicas
Por lo demás, son los primeros Oscar sin presentador en 30 años. Las discusiones moralistas, propias de las últimas galas, se desencadenaron hace semanas, cuando el actor y monologuista Kevin Hart renunció a presentar la gala después de que salieran a la luz unos tuits suyos de 2012 de rancio aroma homófobo en los que usaba palabras como maricón. Tras las críticas y el escándalo llegaron las correspondientes disculpas. A todas luces insuficientes. Finalmente, Hart explicó que no pensaba pedir perdón en bucle infinito. Sí, estaba «agradecido a la Academia por la oportunidad». Pero «si no voy tampoco pasa nada». Su desbandada explica que los Oscar repetan el formato de 1989. En aquella ocasión tampoco hubo maestro de ceremonias y la gala abrió con una actuación protagonizada por Rob Lowe y «Blancanieves»: 11 interminables minutos de números musicales petardos que descorcharon una controversia brutal. Empezando por que la compañía Disney amenazó con demandar: al parecer, nadie había pedido permiso para usar la imagen de Blancanieves. Eso por no ceñirnos a la propia naturaleza del espectáculo, que muchos tacharon de irrespetuoso, chabacano, cutre y torpe. A los tres días de la emisión, pesos pesados del calibre de Paul Newman, Gregory Peck, Billy Wilder, Julie Andrews y Sidney Lumet escribieron una carta. Con tono grave, casi luctuoso, lamentaban la «vergüenza tanto para la Academia como para la industria». En su opinión, no era «apropiado ni aceptable que los mejores trabajos del año fueran reconocidos de forma tan degradante». Cómo sería el barullo que al responsable de la edición, el productor Allan Carr («Grease»), visionario y excesivo, nunca más trabajó para los Oscar. Y eso que fue el primero en prestar atención a la alfombra roja y sus vanidades y que cambió la frase clásica «Y el ganador es...», por el sucedáneo de «Y el Oscar va a...». Rob Lowe, que ha incorporado la debacle de esos Oscar a los monólogos con los que recorre EEUU, le explicaba a «The New York Times» que siempre había creído «que los Oscar eran una distracción lúdica para el país donde honramos el oficio de hacer películas». Lamentablemente no entendieron que hay otra dimensión, «la importancia que tiene para mucha gente la solemnidad y la seriedad de la gala. Me equivoqué».
La huida de los jóvenes
El mundo del cine, tan libre, que tanto presume de vivir al margen de la moral sancionada por los poderes convencionales, no soportó que un guaperas y una modelo vestida de icono Disney hicieran mofa de sus iconos al ritmo de «Proud Mary». Con semejante precedente, asombra que la Academia vuelva a jugársela. Antes ya tanteó la posibilidad de entregar un premio a la película más «popular», sea lo que sea eso. Una categoría fantasma que lanzó al aire por sugerencia de la cadena ABC, que retransmite los premios y es propiedad de Disney, que no se resigna a que sus historias de naves espaciales y superhéroes en pijama y mallas tengan que conformarse con arrasar en taquilla. El problema de fondo, con presentador o sin, es que nadie sabe cómo remediar las caídas de tensión, los parlamentos de los agraciados, el sopor de las dedicatorias, la sensación de que falta emoción genuina y sobran autofelicitaciones, y por supuesto la desbandada de la audiencia joven, objetivo de los anunciantes. Así las cosas, sin cruzadas morales ni un rostro al que triturar o alabar, quizá sea la hora de Cleo y Sofía, madrinas buenas de un cine a contracorriente, maduro y sobrio. Con permiso de la tapada y bellísima «Cold war», que firma otro genio, Pawel Pawlikowski, y que podría merendar a Cuarón la estatuilla en lengua no inglesa.