Luis Landero: «Todos tenemos nuestro escaparate y nuestra trastienda»
Después de su exitosa «El balcón en invierno», el ganador del Premio Nacional de Narrativa publica «La vida negociable», sobre un peluquero que recuenta sus hazañas y fracasos a sus clientes.
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Después de su exitosa «El balcón en invierno», el ganador del Premio Nacional de Narrativa publica «La vida negociable», sobre un peluquero que recuenta sus hazañas y fracasos a sus clientes.
Conocí a Luis Landero hace muchísimo años. Y desde entonces, o incluso desde antes de aquella primera entrevista en los programas de una incipiente televisión autonómica (Telemadrid) no he dejado de seguirle palabra a palabra, renglón a renglón, libro a libro, con devota admiración. Luis es un grandísimo escritor, ya se sabe, pero además es un hombre encantador, un seductor irresistible que cautiva a golpe de ingenio, de sonrisa y de ese humor certero del que también deja constancia, cómo no, en su última novela, «La vida negociable» (Tusquets). Sería tan difícil sobrevivir en este mundo extraño sin poder negociar la vida, donde el mal acampa a sus anchas, que no me extraña que Landero aborde el asunto con ironía. «Tenemos que aprender a negociar porque, como dices, vivimos rodeados del mal. Tenemos que negociar nuestras pequeñas culpas, nuestras pequeñas fechorías, nuestras pequeñas infidelidades, nuestras pequeñas deslealtades. Todo eso tenemos que negociarlo con nuestra conciencia. Y para eso cada uno tiene que saber quién es, dónde está el límite y hasta dónde está dispuesto a negociar», afirma.
Supongo que ese límite depende de la personalidad, de lo culpable que se sienta cada uno, pero también del grado de autoestima. El protagonista de «La vida negociable», «un canalla muy humano», como lo describe Luis, pese a su mediocridad –o tal vez por ella– tiene una autoestima altísima. «Sí, cree ciegamente en sí mismo. Cree que dentro de sí hay cualidades maravillosas que tarde o temprano tendrán que salir a la luz. En la vida se puede negociar a la alta o a la baja. Probablemente cuando somos jóvenes negociamos a la alta en todo. En el amor también. Y luego, según nos vamos adentrando en la madurez, negociamos a la baja. Aunque yo conozco gente que lo sigue haciendo a la alta hasta el final. Como Don Quijote. Conozco a personas que querían ser grandes escritores y mantuvieron ese deseo y no lo enmendaron hasta el final de sus días. No habían escrito nada, pero, ¿y lo que iban a escribir? Eso es negociar a la alta».
En la novela de Landero, Hugo, el protagonista, acaba diciendo, a pesar de andar casi por los cuarenta, que «mi mejor momento está por llegar». Ésa es la capacidad de soñar que caracteriza al ser humano. «Sí. Salvo esa gente que está mal informada o es sabia, no lo sé, que es feliz, los demás nos movemos en la insatisfacción y tenemos una gran capacidad para soñar, fantasear, hacer grandes planes. Luego la realidad nos pone en nuestro sitio y de nosotros depende resignarnos o no; pero, en todo caso, es bueno intentarlo. El que intenta no fracasa, aunque no lo consiga». En la negociación de la vida, imprescindible, como apunta Landero, están, invariablemente, los secretos: «De hecho, mi novela se podía haber llamado “Secretos mal guardados” o “Secretos de cristal”, porque se inicia a partir de los secretos de un joven. Esa fue la primera idea que se me ocurrió hace veinte años. Un niño de ocho o diez años al que su madre deja al cuidado de alguien en un comercio y desaparece. Como ves, muy poquita cosa, pero eso me llevó a hacerme preguntas: ¿quién es el niño?, ¿dónde va la madre?, ¿con quién se queda el niño?, ¿qué descubre? Es tremendo encontrarse con el mal a esa edad y tener la posibilidad de corromperse».
El protagonista de «La vida negociable» se corrompe. Descubre la infidelidad de su madre y decide sacarle partido. Chantajear, en definitiva. «El mal es muy atractivo precisamente porque te hace poderoso. Sobre todo si tienes un secreto que implica un poder sobre alguien. Y más cuando tienes quince años, no quieres estudiar y te gusta el dinero. Un secreto, de pronto, supone una oportunidad enorme para conseguir dinero y poder, para hacer lo que te dé la gana, para lograr la libertad». Es curioso porque este chico justifica todos sus actos. Como los solemos justificar todos. Quizá para poder convivir con nosotros mismos, nos sentimos siempre las víctimas: «Todos los verdugos se creen víctimas. La novela también se podía haber llamado “La vida justificable”. Hugo piensa que su madre y los que le rodean son unos canallas y que si ellos están sacando ventaja de sus engaños él tiene que hacerlo también. O sea, que si el mundo es malo, para qué va a ser bueno él».
De ese modo, acaba teniendo sus propios secretos. Aunque, quién no los tiene. «Todos los tenemos y no puede ser de otra manera. Tenemos nuestro escaparate, donde convivimos con los demás, y nuestra trastienda, que a veces podemos compartir y otras es mejor que no lo hagamos. Y son secretos que nos llevaremos al otro mundo», afirma Landero. Todos, como el protagonista de «La vida negociable», queremos sobrevivir y, a veces, la elección más rentable o sencilla es la de volvernos pícaros. «Y a veces ventajistas. Ahí es cuando se pierden los escrúpulos, lo cual es muy de esta época, donde el éxito parece que lo justifica todo. El éxito es una droga adictiva como pocas. Y para alcanzarlo hay personas que se acostumbran al mal rápidamente, que se mueven en él como pez en el agua». Estamos filosofando un poco y Luis me riñe y me asegura que él no es filósofo sino narrador, que plantea enigmas pero que no tiene por qué resolverlos. Y yo venga a «obligarle» a reflexionar sobre el bien y sobre el mal: «Y no son más que palabras abstractas», afirma.
Personal e intransferible
Nació en Alburquerque en 1948. Está casado, tiene dos hijos y se siente orgulloso «sobre todo de la literatura y de haber hecho en la vida lo que quería hacer». Perdona, pero no olvida. Le hace reír «la estupidez revestida de solemnidad» y llorar «el patetismo revestido de cursilería». A una isla desierta se llevaría «un libro que se titulara “Instrucciones para sobrevivir en una isla desierta”». Le gusta comer ensaladilla rusa y beber cerveza. Tiene muchas manías, entre ellas que «no puedo escribir con dinero en el bolsillo. Dejé de creer en Dios hace años y me quedó la superstición». En cuanto a los vicios: «De los siete pecados capitales he pasado por todos, pero con los años he ido moderándome». Su sueño recurrente es «que mi padre regresa, que no murió y el reencuentro es estupendo». De mayor «me gustaría ser Darwin, porque le admiro mucho. Si volviera a nacer sería escritor, naturalista y aventurero».