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Magritte: las apariencias engañan

larazon

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Si para la historia del arte ha quedado ese azul trepidante, intenso pero sin llegar a ser profundo, que se conoce con el nombre de azul Klein, no es descabellado decir que existe un «cielo Magritte» –lo mismo que sabemos cuándo es velazqueño–, tan despejado como un día de primavera, diáfano, sin una sola nube o tachonado de ellas. Un cielo solamente plano en apariencia. Este hombre de mediana estatura y cabeza un tanto cuadrada, hizo jirones moldes, convenciones y realidades. Las partió en mil pedazos, como el azogue de ese espejo que se escapaba del marco del cuadro y se desparramaba por sus bordes, imposible ya de contener. Belga, serio en apariencia, sólo en apariencia, el artista no imaginó en vida lo que sería su obra después de su muerte. ¿O sí? Sigue tan viva como él, porque el señor del bombín resucita cada mañana. Ahora, a partir del 28 de septiembre y hasta el 12 de enero de 2014, lo hará en el MoMA, donde se inaugura una de las exposiciones clave de este otoño y que reúne casi un centenar de piezas de su periodo más fructífero.
¿Por qué es intemporal Magritte? La pregunta se la planteamos a Ramón García, historiador y galerista al frente de May Name's Lolita Art: «Su simbolismo es ilusorio y universal, se aparta del egocentrismo de otros artistas que miraron hacia sí . Él no lo hizo. Jamás representó en sus obras la tragedia familiar, la prematura muerte de su madre cuando él apenas había entrado en la adolescencia, cuando otros como Duchamp o Breton sí lo habrían hecho. La muerte le hizo más atemperado, más consciente de la vida. Nunca exhibió su vida interior y es ése el punto que le hace intemporal», explica, a lo que Juan Manuel Bonet, crítico de arte y director del Instituto Cervantes de París, añade que «es un artista que posee un especial poder de fascinación, que a mi modo de ver proviene de su capacidad para detectar lo enigmático en lo cotidiano. El propio personaje iba por ahí como un señor normal, un pintor con aire de gris funcionario, de pintor «amateur». Su cuadro más importante en ese sentido, me parece «L'empire des lumières» («El imperio de las luces»), ese cuadro en que coexisten, de modo inolvidable, un cielo diurno, y una ciudad nocturna, con ventanas iluminadas, con farolas encendidas».
Hijo de un comerciante de telas, el pequeño René sufre a los trece años la pérdida de su madre, a la que encuentran ahogada en el río Sambre. No era la primera vez que había intentado suicidarse, pero aquella mañana consiguió escaparse de su habitación, donde su marido la custodiaba bajo llave, y se echó al río. Cuenta la leyenda (y en el caso de Magritte, casi todo es posible), una más que improbable leyenda, que el niño estaba presente cuando recuperaron el cadáver de las aguas, flotaba y llevaba la ropa sobre la cara. ¿Pudo con el tiempo trasladar esa imagen al lienzo en «Los amantes»? Quizá sí, quizá no. Parece que fuera bastante más probable que la visión de una obra concreta de De Chirico, «Canción de amor», le influyera decisivamente, un hecho que queda claro para Ramón García: «Su manera neometafísica le deja huella y a partir de ahí es cuando comienza a percibir la realidad desde otro ángulo, desde el punto de vista ilusorio», añade.

Truco y magia

Una realidad que en palabras de la comisaria de «El misterio de lo ordinario», Anna Umland, «quiero que se complique, pues además de obras emblemáticas, que todos hemos visto mil veces repetidas como ''Esto no es una pipa'' o ''La condición humana'', que está en la National Gallery, que le identifican de manera clara con el movimiento surrealista, hay grandes hallazgos», desvela. Por ello, cada obra no es que busque su espacio, es que lo halla: «Existe un enfrentamiento de una obra contra otra. Magritte contra Magritte», dice. Otra duda: ¿es un pintor fácil de entender? La respuesta no es sencilla. Tiene tanto truco como él. «En apariencia, sí. Creo que debido a lo fácil que es leer las piezas de Magritte todo el mundo las mira rápidamente. Piensa que las entiende y pasa a la siguiente. Quiero que la gente las vea y aprecie lo que tiene alrededor. Se pare. Sus obras son muy legibles cuando uno las mira a distancia. Pero, después, si nos acercamos, empiezan a convertirse en obras muy contradictorias. Algo que es natural y es artificial al mismo tiempo. Algo que es verdad y parece ser ficción. Y te hace preguntarte continuamente lo que ves. Magritte es enigmático. Todo el mundo lo conoce, incluso cuando la gente no sabe su nombre», apunta la comisaria, una idea que comparte el galerista madrileño: «Cuando tuve ocasión de verlo en una exposición me quedé con la boca abierta, pues yo lo había estudiado en mi época a través de diapositivas, reproducido en láminas y fotografías o libros. Siempre, hasta el momento que lo vi, me había parecido estar ante un pintor plano, como un póster, y cuando lo tuve delante me di cuenta de la tremeda equivocación. A Magritte hay que apreciarlo, verlo, degustarlo para paladearlo frente a frente, verlo en vivo y ver, con ese estilo que parece tan cercano al pop, su pincelada maravillosa, de una excelencia pictórica enseñada por los grandes maestros de Bruselas o París». Nueva cuestión: ¿Se puede hablar de un paralelismo Magritte-Dalí? «Sí, creo que hay una relación entre Dalí y Magritte. Éste se fue a París para estar más cerca del Surrealismo. El nombre de Magritte siempre está ahí cuando se estudia a Miró o al mismo Salvador. Este período que hemos recogido en la exposición es cuando Magritte se convierte en Magritte. Por eso, me gusta pensar que en realidad ha sido él quien ha comisariado este trabajo. Hemos elegido un espacio temporal en el que presenta las imágenes que se han convertido en su firma», añade Umland.
¿Tienen algo que ver, algún delgado e imperceptible hilo que las una, la pipa de René con la que fotografía de una cachimba-flauta de Chema Madoz? El fotógrafo asegura, mientras toma un café que sí es un café, que «en mi caso sí soy consciente de que existe una relación. No llegué a él de forma premeditada o consciente, pero fue uno de los artistas que primero descubrí cuando comencé a familiarizarme con la imagen. Consiguió perturbarme y que me replanteara la forma de considerar el trabajo. Con Magritte tomé conciencia de la pintura y de la representación como lenguaje. Para mí es uno de los grandes hitos», aclara. Pintor literario también lo considera Bonet, «tanto como puede serlo Hopper. Tan literario, que los editores abusan de ellos, a la hora de utilizarlos para cubiertas de libros. Por mi parte el que prefiero es el más bruselense, el más simbolista, el de las calles con farolas. Quien a mi modo de ver mejor ha dicho Magritte, ha sido su compatriota Michaux, en un texto tardío, «En rêvant à partir de peintures éngimatiques», encargado por el galerista Alexandre Iolas, y en el cual Magritte, cuya factura encontraba por lo demás un tanto fría, es un pretexto que le conduce a la Bruselas de sus respectivas juventudes, a calles desiertas y monótonas con farolas, a ventanas iluminadas en el crepúsculo... En ese texto, por cierto, Michaux glosa, entre otros, «L'empire des lumières».
Si hay una lista de diez belgas ilustres, uno de ellos es nuestro protagonista, sin duda. Otro es Tintín. ¿Se puede hablar de paralelismo entre ambos? Toma la palabra un tintinófilo, Bonet: «Hergé y Magritte eran coetáneos, se nutren de una tradición similar. Magritte de joven hizo cubiertas de partituras de música popular. Poseen unas comunes raíces simbolistas. Sus respectivas visiones de Bruselas son paralelas. Hay muchos pintores en el maravilloso simbolismo belga, que anticipan a Magritte, como por ejemplo Ferdinand Knopff, William Degouve de Nuncques, o Léon Spilliaert. Pintores con mucho de pre-metafísicos y pre-surrealistas, sobre todo cuando retratan Amberes...». Para el escritor Luis Alberto de Cuenca, «sí que los asocio. No creo que haya influencias, sí confluencias estéticas entre ambos. A mí, lo que me interesa de la pintura no es el magma o la pincelada, sino el tema y Magritte, que me fascina, en eso es un maestro porque cada obra suya es pura temática, pura literatura pictórica», dice y añade que «su pintura es pura magia, una ventana al misterio, una vuelta de tuerca a la imagen en un mundo tan reacio a cobijarse en esos lares de la fantasía. Admiro su sentido humorístico, ese humor que me acerca a su obra. Me encanta, además, como dibuja. Es el surrealista más pop junto con Delvaux».
Ochenta obras y un asesino
La muestra del MoMA explora la evolución de los trabajos de Magritte entre 1926 y 1938, un período intenso en el que desarrolló estrategias clave para desfamiliarizar lo familiar. Para la comisaria Anne Umland, que acerca Magritte al visitante con 80 piezas entre pinturas, collages y otros objetos junto con una selección de fotografías y periódicos, fue fácil elegir la obra que debía abrir la exposición, «L'assassin menacé», de 1927 (en la imagen). Pintada para la exposición en Le Centaure, que lanzó su carrera como pintor surrealista en Bélgica, es una de sus composiciones más icónicas. Lo primero que ve el visitante son las piezas realizadas en Bruselas entre 1926 y 1927. Entre las mismas destacan «Le doublé secret», de 1927, «Ceci n'est a pipe», de 1929, «Les Amants», fechado en 1928, «Le viol», de 1934 y «La Ligne de vie» (1936).