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Más allá del tiempo y el espacio

El cantante interpretó en el cine unos personajes peculiares, cortados por la excentricidad, que se ajustaban a su personalísimo carácter escénico
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Vivir Uno de los momentos más icónicos de «El hombre que cayó a la Tierra» es aquel en que David Bowie, alienígena predestinado a hacer fortuna en nuestro planeta para salvar al suyo de la desolación, se contempla en dos espejos, uno de ellos de aumento. El modo en que examina su cuerpo aquel Bowie, todavía reminiscente de su encarnación como Ziggy Stardust, es en sí mismo una odisea espacial, como si realmente no reconociera la humanidad de su piel, los límites físicos de una conciencia superior apresada en un contenedor filamentoso, delgado como un insecto palo. Bowie, que nunca fue un gran actor, encontró en la extraña película de Nicolas Roeg una carta de presentación hecha a medida: en una época en que consumía, dice la leyenda, diez gramos de cocaína al día, no era ni más ni menos que un extraterrestre en busca de una imagen en la que reconocerse.
Su capacidad para la metamorfosis le convirtió en candidato ideal para interpretar a seres fuera del tiempo y del espacio: el marciano del filme de Roeg; el vampiro de «El ansia», que acababa siendo Dorian Gray envuelto en «flous» publicitarios; Jareth, el rey de los Goblins, de «Dentro del laberinto»; el Andy Warhol de «Basquiat», el científico, mago e iluminado, Nikola Tesla de «El truco final»... Más que actor, era presencia, garantía asegurada para afianzar una impresión de excentricidad sofisticada, más allá del bien y del mal. Fue Nagisa Oshima el que entendió mejor las posibilidades expresivas del icono del pop, exigiéndole, en «Feliz Navidad Mr. Lawrence», que su enfrentamiento con su réplica japonesa, el también músico Ryuchi Sakamoto, estuviera teñido de una atracción andrógina, homosexualizada, que él había explotado en la década de los setenta. Gracias a Bowie, la película, desarrollada en un campo de concentración nipón en la Segunda Guerra Mundial, adquiría un tono singularísimo, pró-ximo al fantástico. Las imágenes de Bowie comiendo unas flores o enterrado hasta el cuello en señal de finísima y mortal tortura le confirmaban como el objeto terrestre no identificado más seductoramente enfermizo del cine de autor de principios de los ochenta.
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Y sin embargo, Bowie, que siempre supo dónde estaba su lugar, percibió que el cine no era lo suyo. Sus colaboraciones con John Landis («Cuando llega la noche»), Martin Scorsese («La última tentación de Cristo») o David Lynch («Twin Peaks. Fuego, camina conmigo») no pasaban del estatus de cameos de lujo. Este crítico siempre le recordará, por supuesto, fuera de campo, con su voz al tiempo inquietante y aterciopelada, en dos momentos clave del cine de los últimos treinta años: el precioso «travelling» guiado por la electricidad estática de su magnífica «Modern Love» en «Mala sangre», de Léos Carax, y el portentoso arranque de «Carretera perdida», de Lynch, con su «I’m Deranged» resonando sobre el asfalto de una autovía nocturna, sin principio ni fin.

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