La otra cara de la aguja
Pedro del Hierro nació en Madrid en 1948 en el seno de una familia acomodada. Su padre, hoy casi olvidado, era catedrático de Bellas Artes y un pintor con mucho éxito, y su madre, la rubia más guapa de todo Madrid, como presumía orgulloso Pedro cuando me hablaba de ella. Aquel matrimonio entre el pintor y la que fuera su modelo no se llevaba del todo bien, pero disimulaban por el bien de la familia, hipocresía que Pedro descubrió con sólo tres años. No en vano el niño era un superdotado, no sólo para el dibujo y la pintura como todo el mundo reconocía. La adoración por su madre era tal que se puso su apellido, relegando el palentino «de los Mozos» de su padre, al olvido. Del Hierro, como Isabel, como Isabela del Hierro sería su nombre, el nombre con el que pasaría a la historia de la moda española 66 años más tarde. Lamento hacerle publicidad al delicioso libro de Freud «Ensayos de sexualidad infantil» pero resulta inútil reprimir aquí el subrayado de la fascinación asimétrica de los niños por uno de sus progenitores.
Pedro del Hierro presumía de que su formación académica comenzó en su casa, donde su propio padre se convirtió en su único maestro. Su pasión por la pintura, herencia más que directa de éste, fue derrotada por su otra pasión, la costura, herencia de su madre. Pedro lo sabía también desde niño, así que no le resultó difícil aceptarlo cuando llegó el momento. Abandonó los estudios universitarios y decidió aprender todo del oficio de la sastrería y de la modistería, las conocidas dos especialidades en las que se agrupan los trabajos del oficio de la Alta Costura. Lo aprendió todo hasta llegar a la perfección, para luego, como le gustaba presumir, olvidarse de todo lo aprendido para poder ser libre, creativo, interesante, contemporáneo. Ésa era la ecuación con la que trataba de explicar su genialidad. A Pedro le gustaba presumir de ser el número uno, como una forma de «épater le bourgeois», pero luego se relajaba, sonreía y dejaba que te rieses de él, mientras él se reía, en justa venganza, de ti. Menudo era para perder una discusión sobre moda.
Éxito de crítica y de público
En 1974 presentó su primera colección, el éxito de crítica y público fue tal que un par de años más tarde todo el mundo le reconocía el derecho a ocupar un lugar destacado en la moda española. Él y Andrés Andreu en Barcelona se iban a constituir en los «enfants terribles» de la costura española, en los príncipes de un oficio de donde sus primeras estrellas se habían retirado, víctimas de la edad o de las consecuencias colaterales que la crisis del petróleo de 1973 produjo sobre la economía y la sociedad española de los últimos años del franquismo. Sólo así se entiende que, en muy poco tiempo, su prestigio fuese tan alto que El Corte Inglés le ofreciese la posibilidad de ser el primer diseñador español con una boutique de «prêt-à-porter» en sus grandes almacenes. Durante una larga temporada aquella alianza fue la envidia de todo el gremio. Sólo la inexplicable ausencia de la Aguja de Oro, que nunca se la dimos, ensombrece el currículum áureo de esa primera década. Era el rey del prêt-à-porter español sin dejar de ser el príncipe de la alta costura española, título que utilizó para no herir a Pertegaz ni a Elio Berhanyer. Seguido de Francisco Delgado, Juanjo Rocafort, Jorge Gonçalvez o Juan Rufete, encabezaban el mejor cartel posible de esos años de la moda española, antes del siguiente relevo, el protagonizado por Francis Montesinos, Jesús del Pozo, Antonio Miró, Adolfo Domínguez y Roberto Verino.
Los desfiles de Pedro del Hierro en las primeras ediciones de Cibeles eran un acontecimiento social de primera categoría. Állí, bajo la atenta batuta de Jean Louis Mathieu, se sentaban las mujeres más elegantes del país para ver unos larguísimos desfiles que alguna vez llegaron a la hora de duración. Toda aquella pompa y circunstancia terminaba con su inconfundible figura de osito gruñón saludando a sus fans. Pedro, que reclamaba la influencia de muchos grandes nombres de la moda, Vionnet, Pertegaz, YSL, Armani, empezaba por parecerse física y moralmente a Paul Poiret. Aquel mundo se terminó de la noche a la mañana y sólo gracias a la asociación con Cortefiel su historia no aceleró tristemente su final. Cortefiel pareció ser la solución definitiva, pero el acuerdo pronto comenzó a esconder una tragedia, ya saben aquella en la que Fausto vende su alma al diablo. Compró su plácido retiro lleno de amigos, libros y estupendas vistas a la calle Serrano, pero a cambio de callar elegantemente sobre las cosas que por contrato llevaban su querido apellido en la etiqueta. Aunque aceptó encantado que Carmen March diseñase las colecciones que llevan su nombre, no pudo evitar el dolor de que esa sustitución no hubiese sabido esperar a su muerte. «Noblesse obligue».