«Mount Olympus»: El estiradísimo chicle de Jan Fabre
Si no estuviera dirigido por el dramaturgo, el espectáculo de los Teatros del Canal, en el que un actor llega a introducir a otro el puño en el ano, el público se habría levantado de sus asientos a las cuatro horas
Si no estuviera dirigido por Jan Fabre, el espectáculo de los Teatros del Canal, en el que un actor llega a introducir a otro el puño en el ano, el público se habría levantado de sus asientos a las cuatro horas.
Autores: J. Olyslaegers y J. Fabre. Director: J. Fabre. Coreografía: J. Fabre y bailarines. Reparto: L. Borremans, K. Bruyneel, A. Chambon, C. Charron. Teatros del Canal, Madrid, 12/13-I-2018.
Con gran expectación entre el público más teatrero, ha llegado a Madrid este maratoniano Monte Olimpo del creador belga Jan Fabre que había levantado encendidas pasiones entre sus innumerables acólitos y también algunas aversiones, más silenciosas, entre sus no correligionarios. Ciertamente, que un espectáculo dure 24 horas es ya suficiente reclamo para llamar la atención de unos y otros, independientemente de gustos e inquietudes. Desde luego, es legítimo, y aun plausible, que un director decida saltarse a la torera la tácita convención en torno a lo que debe razonablemente durar o no una representación teatral y conceda a esta el tiempo que sea necesario para plasmar las ideas o emociones que articulan su obra. La clave, ya dure 24 horas, tres semanas o 30 minutos, es, como digo, que ese tiempo sea el «necesario» para exponer algo. Aquí, desgraciadamente, sobran más de tres cuartas partes, siendo generoso. Si el espectáculo estuviese firmado por un desconocido, la gente hubiera ido abandonado su asiento irremediablemente a las cuatro horas de representación como muy tarde. Pero Jan Fabre es Jan Fabre, y se puede permitir, él lo sabe bien, lo que le dé la gana, porque cuenta con una legión de seguidores que aplaude y vitorea lo que haga incluso antes de que lo haga. Y no miento: el público, casi en éxtasis, jaleaba ya la salida de los actores al escenario antes de que la función empezase, cosa que no se ve en un teatro desde hace siglos. Así es la modernidad. Ahora bien, si uno deja de lado al público y se ciñe a lo que ocurre sobre el escenario, enseguida se da cuenta de que falta material. Por muy bien presentado que esté todo, la mayoría de las escenas se estiran sin ton ni son hasta el sopor. Pongo solo algunos ejemplos de una lista interminable, y no exagero en ninguno de los tiempos que indico: un coro que repite durante más de 15 minutos el escueto mensaje «No. ¡Fuck! Take me»; unos edipos que pululan por el escenario desorientados y gimiendo cerca de 7 minutos; Casandra convulsionando 10 minutos; un coro de mujeres riendo otros 10 minutos... Y la verdad es que algunas de esas escenas están concebidas con una descomunal fuerza expresiva; pero es lo reiterativo de la acción que las sostiene lo que las desbarata y las aproxima peligrosamente, en algunas ocasiones, al absoluto simplismo. En cuanto al sustrato dramático y argumental, Monte Olimpo está construida con una curiosa amalgama de mitos griegos –de Hécuba a Hipólito pasando por Ayax, Cliemnestra o Fedra, entre muchos otros– que son interpretados libremente, a partir de su esencia, para protagonizar algunas escenas reescritas –sin un claro nexo entre ellas, porque tampoco lo necesita– que definen en cierto modo sus respectivos caracteres. Hay mucha celebración dionisiaca y, por ello, mucho sexo explícito –en este sentido, sorprende tristemente comprobar que, a estas alturas, aún sigue moviendo a la hilaridad ver en el escenario tal o cual práctica sexual, o ver simplemente un miembro viril zarandeado para un lado y otro por su propietario–. Hay en realidad más comedia, e incluso parodia del sentimiento trágico, que tragedia propiamente dicha, por lo que, en puridad, es imposible alcanzar esa catarsis que dice el director que persigue con este montaje, aunque sí consiga conectar con el público de otro modo. Y lo que hay también, sin duda, es un brutal trabajo de unos buenos actores –cerca de 30– que además se ven obligados, por la duración de la función y por la propia exigencia de la dramaturgia, a hacer un esfuerzo físico descomunal. Asimismo, hay que quitarse el sombrero ante la configuración del espacio: con apenas ocho mesas y una treintena de sencillas lámparas que varían su altura y disposición, el escenario se convierte en todo un universo visual repleto de matices. Igualmente extraordinario es, finalmente, el diseño del ambiente sonoro y la hermosa imbricación de algunas piezas musicales clásicas y operísticas en escenas de naturaleza casi performativa.
Lo mejor
Fabre es muy listo y sabe jugar con el lenguaje más primario para ganarse a su público
Lo peor
El espectáculo ganaría infinitamente en lo artístico si durase menos