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George A. Romero, el padre de los zombis

En 1968 sacó a los muertos de sus tumbas para vengarse de los vivos en una cinta que con el tiempo se ha convertido en objeto de culto. Ayer falleció a los 77 años
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En 1968 sacó a los muertos de sus tumbas para vengarse de los vivos en una cinta que con el tiempo se ha convertido en objeto de culto. Ayer falleció a los 77 años.
Si hay una película de bajo presupuesto que cambió radicalmente el cine de terror contemporáneo ese fue «La noche de los muertos vivientes» (1968), de George A. Romero. Fue rodada en en blanco y negro, con aire documental, en un formato semiprofesional de 16 mm. y con sonido directo, bajo el influjo del cine underground de la Escuela de Nueva York o New American Cinema Group de Jonas Mekas y John Cassavetes. De la misma forma que Alfred Hitchcock cambió el cine de psicópatas con «Psicosis» (1960), George A. Romero, que falleció ayer a los 77 años, convirtió a los humildes zombis antillanos en nuevos mitos del cine de terror contemporáneo con «La noche de los muertos vivientes» (1968). Su visión de una Apocalipsis zombi sobrevenida a causa de una remota infección de un virus espacial, opera como el bíblico cataclismo de la «resurrección de los muertos» en el Apocalipsis. Sin embargo, lo que en la Biblia es un gozosa resurrección de los cuerpos para lograr la vida perdurable, en el filme iniciático de los zombis de George A. Romero se convierte en una pesadilla posapocalíptica que todavía no ha arañado sus límites. Todo el filme de George A. Romero rezuma el ambiente malsano de un mundo en el que ya nada está en su sitio y lo familiar se ha vuelto extraño, inquietante, amenazador. Una atmósfera de terror cotidiano que impregna todas las películas de zombis desde entonces. Definitivamente, el mundo se ha dislocado y los muertos salen de sus tumbas para vengarse de los vivos, que no respetan el sueño de los justos ni la tierra que los acoge.
Una amarga victoria
La lección moral llegaba al final de «La noche de los muertos vivientes», cuando el único superviviente sale de su encierro tras una noche infernal combatiendo a los zombis y ve con sorpresa cómo un grupo armado no deja zombi con cabeza, de forma tan inhumana que acaba abatiendo al protagonista. Una amarga victoria que deja al espectador desesperanzado por la maldad de la condición humana. Las fuerzas represoras vuelven a tomar el control de las cosas y se impone de nuevo la dictadura inhumana de la violencia capitalista. Es como si esa noche de zombis vivientes, filmado con un estilo documental riguroso, no fuera más que la metáfora de la violencia de una sociedad enferma vista por el progresismo izquierdista imperante en la naciente contracultura jipi. Lo curiosa es que de la Apocalipsis de los psicodélicos años 60 se pasó a los posapocalípticos años 90 en un suspiro. Unos años en los que la distopía comunista daba paso a la distopía capitalista sin ningún tipo de lógica.
La explicación medio escondida en la película la daba la televisión, en un momento de relajos de los protagonistas que se guarecen en la cabaña, cuando el presentador explica la razón del desmadre zombi: unas radiaciones atómicas traídas por una nave espacial de regreso a la Tierra, que han producido una mutación molecular que reactiva parcialmente el cerebro de las personas recién muertas y pasan al estadio de «muertos vivientes». Que este razonamiento de la resurrección de los muertos vivientes fuera de inmediato confundido con zombis, aunque su naturaleza fuera distinta, fue un salto lógico para los espectadores de los años 70. Aunque los zombis nacían de la magia del vudú negro y los muertos vivientes de las radiaciones atómicas, la amenaza zombi venía anunciándose desde los años 30 y entroncaba con la necesidad en los 70 de renovar los mitos del cine de terror clásicos por entonces agotados. Además, el público joven no distinguía por entonces qué diferenciaba las religiones primitivas de las bíblicas, igualmente preñadas de irracionalidad sus aspectos sobrenaturales.
Lo primero que hizo el jipismo y su metafísica psicodélica fue fundir sincréticamente la Apocalipsis bíblica con el holocausto caníbal de los zombis, al que añadió sin miedo las epifanías alienígenas y los cultos esotéricos. Los zombies en el cine de Hollywood tenían un tradición de apenas dos décadas y se atenían al ritual del vudú antillano que convertía a un ser humano en un ser sin voluntad mediante un conjuro mágico de un hechicero.
El modelo que seguirán las películas de zombis estaba ya perfectamente delimitado en «White zombie» («La legión de los hombres sin alma», 1932), en la que Bela Lugosi interpretaba a un satánico ser que mediante rituales mágicos domina a un grupo de «muertos vivientes» en su castillo de las Antillas. De carácter más antropológico y poético era «Yo anduve con un zombie» (1943), la obra maestra de Jacques Tourner, sobre los rituales de la magia vudú en la isla de Haití.
Los cambios que se operaban en «La noche de los muertos vivientes». de George A Romero, eran radicales respecto al género de zombis: desaparecía el componente religioso primitivo del vudú antillano y la macumba brasileña sustituido por un virus mutante, algo venido del espacio exterior mezclado con el mayor de los terrores de la Guerra Fría, el miedo a la guerra atómica y el holocausto nuclear. Además, hacía una lectura política del cine de terror, tradicionalmente apolítico, heredada del Nuevo Cine Americano: los muertos vivientes salen de las tumbas porque hemos profanado la naturaleza y vuelven para recordarnos la traición a la Tierra.
Los zombis son la metáfora antimoderna de la izquierda jipi contracultural y antimoderna, influida por el nihilismo de la generación beat, que vivía atemorizado por la amenaza de la bomba atómica.
Dos elementos destacan en la concepción moderna de los zombis de George A. Romero: la naturaleza del zombi de la era atómica y la paranoia militar y sus experimentos nucleares, culpables de esa maligna mutación molecular que reactiva el cerebro de los muertos, y que dará paso, con la posmodernidad, al virus mutante que presagia el Apocalipsis caníbal de la saga «Resident Evil» (2002).
El perverso deseo del mal
El zombi es, como Drácula y demás vampiros o muertos vivientes, seres que devoran carne humana y chupan la sangre por pura compulsión, y, como los chupasangres, contagian de forma irreversible su condición a cuantos sufren su mordedura. En el origen de los vampiros está el perverso deseo del mal y la supervivencia a costa del otro, del que se venga por puro instinto malvado, mientras que en los zombis no hay más que ciego automatismo producido por la infección, que a partir de los años 80 adquirirá el regusto amargo del virus del sida y la paranoia de que fue un ensayo descontrolado de la guerra bacteriológica de perversos militares estadounidenses.
En cuanto a cómo matarlos, George A. Romero impuso el criterio de volarles la cabeza o machacarles el cerebro, que es el único órgano que de forma deficiente y parcial dirige el cuerpo doliente de este ser nacido con el anuncio del Apocalipsis ecológico de la izquierda. Una izquierda contracultural que por entonces descubría el ecologismo, despreciaba el consumo conspicuo, criticaba la superpoblación que acabaría en pocos años con los recursos terrestres y, en recurrente metáfora bíblica, devolvía a la vida a los zombis caníbales para vengar la maldad humana por herir la Tierra. Para Romero, todos somos zombis materialistas apegados al mercado consumista.
En la secuela de «La noche de los muertos vivientes», «Zombi: El regreso de los muertos vivientes» (1978), el propio director era más explícito y colocaba a los zombis en un centro comercial en el que los muertos vivientes vagaban con sus carritos de la compra sin poder dejar el lugar de la felicidad capitalista. Un comando atacaba el centro comercial, inaugurando así el cine de acción, que tan buenos resultados daría a la saga de Romero y a los filmes que desde entonces hasta la serie «The Walking Dead» siguen parecidos patrones.
El género de terror con zombis que creó George A. Romero inauguraba felizmente tanto el cine del «survival horror», en el que los protagonistas sufren el envite de los zombis y se defienden de sus mortales asechanzas caníbales, como al que daría paso con la posmodernidad, el «survival action», en el que un comando se introducen en un bunker militar repleto de científicos transformados en zombis por culpa de un virus mutante, para destruir un superordenador programado para defender el experimento, como en «Resident Evil». George A. Romero, que padecía un cáncer de pulmón, llegó a dirigir hasta cinco filmes de zombis, finalizando con «El diario de los muertos» (2007) y «La resistencia de los muertos» (2009), siguiendo la moda del cine gore y «splatter» de los años 80 y 90.

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