Bob Dylan: aquel legendario sótano
El volumen 11 de «The Bootleg Series», con temas que grabó entre 1966 y 1967, sale mañana a la venta.
Esta historia comienza en una tórrida mañana del 29 julio de 1966. Bob Dylan decide llevar su motocicleta al taller y le sigue en coche su esposa Sara. El músico sufre un accidente y lo que continúa es una sucesión de informaciones y desinformaciones. Algunos incluso aseguran que Dylan ha muerto. Pero salva su vida, en muchos sentidos, y ahí empiezan las «Basement Tapes», la reinvención de la música americana según Bob Dylan. Hoy se publica en todo el mundo uno de los mayores acontecimientos musicales del año con la edición del undécimo volumen de sus «Bootleg Series», la recuperación de documentos inéditos que Dylan comenzó en 1991 y que durante las dos últimas décadas contribuyó a engrandecer el genio creador del artista. Y, sin duda, las llamadas cintas del sótano son palabras mayores.
Por aquel verano de 1966, Dylan era el gran Apolo del rock and roll. Sólo los Beatles osaban hacerle sombra. El cantante de Minnesota había desencadenado su tormenta eléctrica con la famosa trilogía compuesta por «Bringin’ it all back home», «Highway 61» y «Blonde on Blonde». Su gira junto a The Hawks engrandeció su leyenda, pero le llevó a extremos cercanos a la locura. Hasta que llegó el accidente de moto. «Aquello me salvó», diría Dylan.
Una casa pintada de rosa
Efectivamente, Dylan vivía al borde del abismo. Había llenado su vida de discos, giras, fama, drogas y exigencias inconvenientes. Vivía a tal velocidad que no se daba cuenta de lo cerca que estaba de la inexistencia. Le pasó algo más humano que divino: un accidente le obligó a mirar atrás y darse cuenta de todo lo que estaba acabando con él. Decidió entonces recluirse con su familia. Sólo su ansia creadora permaneció indómita. A Woodstock llegaron sus viejos amigos de The Hawks, la banda que le acompañó en sus anteriores giras. Primero aterrizaron Rick Danko y Richard Manuel, luego Garth Hudson y Robbie Robertson. Finalmente apareció Levon Helm.
The Hawks, posteriormente bautizados con el sencillo y explícito nombre de The Band, alquilaron una casa pintada de rosa, «The Big Pink», y allí se acercaba Dylan cada mañana a las 12:00. Puntualmente. Lo primero que hacía era sentarse delante de una destartalada máquina de escribir y comenzaba a aporrear las teclas. Ese martilleante sonido acababa por despertar a sus resacosos compañeros. «Me sorprendía su capacidad para escribir. Entraba por la puerta, se sentaba delante de la máquina y escribía una canción. También me sorprendía que escribiera cosas tan divertidas», relataba Hudson. Sí, era otro Dylan. También en lo musical. Había abandonado la acidez de su anterior escritura, el vitriolo de su lenguaje y la enfermiza electricidad, atributos que le habían convertido en la cima de la contracultura y la gran referencia de colegas como Beatles, Rolling Stones, Byrds, The Animals y muchos más. Dylan avanzaba dando varios pasos hacia atrás. Leía la Biblia, escuchaba a Hank Williams y recuperaba el viejo cancionero tradicional anglosajón. La hermosa tradición de la épica americana. Dylan sentía la simple necesidad de divertirse tocando música.
El primer disco «pirata»
De nuevo, Dylan se situaba muy lejos de su contexto histórico y cultural. El año 1967 era una época convulsa y América, un polvorín. Los muchachos volvían tullidos y tarados de Vietnam. Y eso, si volvían. Las calles se llenaban de protestas y los derechos civiles fueron la gran reivindicación de una nación que soñaba con ser nueva. La música ofreció un soporte sonoro. Eran los tiempos del «Are you experienced?» de Jimi Hendrix, el «Sgt. Pepper’s» de los Beatles, el «Forever Changes» de Love, el «Surrealistic Pillow» de Jefferson Airplane y The Doors. ¿Y Dylan? El otrora conocido como «portavoz de una generación» permanecía recluido. El hombre que en 1963 había profetizado la llegada de «un aguacero» renunciaba a su papel de guía. No sólo eso, sino que había decidido hacer «otro tipo de música». Sus nuevas canciones se forjaban cada mañana en el sótano («basement») de la Casa Rosa. Allí hacía de todo. Desde composiciones humorísticas («Lo and Behold» o «Million Dollar Bash») hasta temas poderosamente oscuros («Tears of Rage», «Sign of the Cross», «This Wheel’s on fire») y un buen número de versiones («People get ready», «Confidential to me»).
Varias de esas canciones trascendieron bastante más allá del ámbito de Woodstock y los fans de Dylan quedaron perplejos al escuchar varias de esas composiciones suyas en boca de otros artistas. Manfred Mann convirtieron en éxito «Quinn the Skimo», los Byrds grabaron «You ain’t goin’ nowhere» y Peter, Paul & Mary triunfaron con «Too much of nothing». Lo siguiente que ocurrió fue que varios de esos temas, grabados de forma totalmente amateur, comenzaron a circular en un doble acetato conocido como «The Great White Wonder». Fue el primer disco «pirata» (grabaciones ilegales difundidas entre la comunidad) de la historia del rock and roll. En marzo apareció un «Grandes Éxitos» del artista que vendió tres millones de copias, su mayor cifra hasta la fecha. Dylan acababa de realizar una involuntaria obra maestra: su reclusión y anonimato no hizo otra cosa que aumentar su popularidad y la ansiedad de sus fans por devorar sus canciones. Y más: Columbia le renovó su contrato por cifras millonarias. No sólo eran las ventas que aseguraba, sino el prestigio que daba a la compañía. El sello rojo de Columbia se convirtió en todo un símbolo de distinción.
Lo que quedó de esa época, lo realmente valioso, fue una colección única de canciones, composiciones tremendamente originales que todavía hoy permanecen como una cumbre de la música, temas indescifrables a pesar de su aparente sencillez. Ante el progresivo carácter mitológico que fueron adquiriendo las cintas, Columbia publicó en 1975 un doble álbum llamado «The Basement Tapes», diferentes cortes muy estimables de Dylan pertenecientes a aquellas sesiones de 1967 que también incluyeron una infamia. Como tantas otras veces, Dylan se despreocupó de su desarrollo y Robbie Robertson metió en el álbum un buen número de temas –casi todos firmados por él– que realmente no pertenecían a las sesiones originales. Además, junto al ingeniero Rob Fraboni, regrabó y «pulió» buena parte del material, una deslealtad artística que rebajó notablemente el valor del disco.
El nuevo «Bootleg Series» llega para ajustar definitivamente las cuentas con una época histórica no sólo para Dylan, sino para la historia de la música. Buena parte del arte de Dylan se encuentra en estas cintas, en este centenar de grabaciones que hoy, con el paso de los años, mantiene vigente su estatus: auténtica leyenda, música incorrupta.