«Bomarzo»: Teatro más que ópera
«La dirección de Afkham fue formidable y contó con una sólida prestación de la orquesta»
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«La dirección de Afkham fue formidable y contó con una sólida prestación de la orquesta»
De Alberto Ginastera. Voces: John Daszak, James Creswell, Hilary Summers, Germán Olvera, Damián del Castillo, Nicola Beller Carbone, Albert Casals, Thomas Oliemans, Milijana Nikolic, Francis Tójar. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: David Afkham. Dirección escénica: Pierre Audi. Teatro Real, Madrid, 24-IV-2017.
El libro de Manuel Mujica Lainez (1910-1984) presenta dos aspectos fundamentales y, en cierto modo, inseparables. Uno es el contexto histórico en el que se ubica, en pleno Renacimiento. El otro, el carácter de Bomarzo, y éste sin duda se haya muy influido por el entorno en que vivió. Poner en escena las más de setecientas páginas, con su historia enrevesada, supone un reto imposible. Pierre Audi se escurre del problema recurriendo a una visión en «flashback» introvertida, salvo en la excepcional escena de la proclamación del duque con el Papa y la única música que se sale de la tónica general. El duque se muere envenenado por su sobrino Nicolás y recuerda los momentos de su vida que le interesaron a Mujica como libretista y que Audi maneja a su conveniencia. El propio escritor se encargó del libreto y para ello eliminó escenas y personajes de su obra. No esperen ver ni la coronación como emperador de Carlos I, ni el desastre de Metz, ni el saqueo de Roma, ni la batalla de Lepanto, pero tampoco a personajes como Horacio, el hijo del duque hermanastro de Nicolás. Es más, aunque esto puede ser una adulteración del regista, la abuela Diana se convierte en una asesina y la escena de la muerte de Girolamo no tiene nada que ver con la real del libro. Las quince delirantes escenas se suceden sin interrupción con la ayuda del desfile de las siete edades del protagonista –por cierto, ¿podía ser calvo y luego recuperar el cabello?– al modo de ese muy superior «Wozzeck» en el que sin duda hay inspiración, con un decorado simple y esquemático de Urs Schönebaum y quizá excesivas imágenes traseras de Jon Rafman, siempre tan del gusto de Audi. El resultado de todo ello y de la puesta en escena es cierto barroquismo y la imposibilidad de entender la ópera si no se conoce el texto, aunque esto sea cosa común con otras muchas como, sin ir más lejos, «El trovador» verdiano. Esta dificultad se une a una partitura que se escucha vieja y con poco interés global, escrita en la etapa neoexpresionista de Ginastera, con claras influencias de las vanguardias y del serialismo. Abunda la percusión –setenta y tres instrumentos– que se unen a otros elementos exóticos, como la mandolina o la viola d’amore. El canto se reduce a un declamativo continuo que acaba pesando, salvo la excepción de la estrofa del pastor en el inicio y final de la partitura. Era previsible lo que sucedió: que casi medio teatro abandonase la sala tras los ochenta minutos del primer acto. Dicho esto, posiblemente hay que añadir que existía cierta obligación moral de resucitar la obra, aunque posiblemente vuelva a incorporarse al jardín de los monstruos como uno más. Se estrenó con éxito en Washington, fue prohibida en Argentina a causa de las escenas supuestamente subidas de tono, que en Madrid se reducen a tres inocentes desnudos, y pasó por Kiel, Zurich y Londres. El Real la exhuma en condiciones, con una producción que es puro teatro, una formidable dirección musical de David Afkham, una solidísima prestación de la orquesta y del coro y unos solistas que han tenido que realizar tremendos esfuerzos en lo vocal y en lo escénico. Apunto en lo vocal, porque no se trata ya sólo de los pentagramas, sino del propio idioma español para los bastantes extranjeros participantes, empezando por el tenor británico John Daszak como Bomarzo. Se le entiende bien, pero la pronunciación no siempre es correcta y tampoco las palabras. Es de suponer que no había uno español capaz para el papel. Ha de destacarse especialmente a la alemana Nicola Beller Carbone como Julia y la serbia Milijana Nikolic en una Pantasilea con la más tradicional y extensa escena vocal de la ópera. Aburrió a muchos, pero también fue aplaudida con calor por los que la escucharon hasta su final.