Londres

Gracias, maestro

Plácido Domingo ofrece un concierto memorable en el Teatro Real dedicado a España con arias de ópera y zarzuela

Plácido Domingo, en un momento del recital junto a Ana María Martínez
Plácido Domingo, en un momento del recital junto a Ana María Martínezlarazon

Treinta y dos años después, Plácido Domingo volvía a coincidir en Madrid con los Stones. Qué casualidades más caprichosas tiene el destino. Ellos jugaban con el estadio lleno y el cartel de no hay billetes, con el césped recién cortado y un sonido ensordecedor. Él cantaba en el Teatro Real con el patio de butacas a rebosar y sin una entrada libre. Cómo sería que tuvieron que colocar dos hileras de sillas en el coliseo, algo que sucede muy muy poquitas veces, por no decir casi nunca. ¿Qué habría pasado si él hubiera tenido el Bernabéu para medirse con su público? Después de escucharle ayer no nos cabe ninguna duda de que lo habría llenado. Se le notaba al tenor con muchas ganas. El año pasado no pudo estar en su cita de Madrid. La salud, un quebranto, le hizo tener que apartar «Il postino» para otra vez. Y lo sintió en el alma, a pesar de que cantaran sus nietos y el apellido subiera a escena.

Entrada triunfal

Se lo debía, seguro que pensó, al público de Madrid, de «mi Madrid», como decía con la boca llena el lunes. Ese Madrid de la calle Ibiza que le vio nacer y en el que escuchó sus primeras óperas y sus segundas zarzuelas en las voces de sus padres. Ayer, en esa noche que hizo mágica, como cada una en la que canta, el Real volvió a vestir sus colores desde el minuto uno porque cuando pisó la escena y apareció por primera vez el público le recibió con una ovación impresionante, tanto que Plácido, que ha sido la personificación de Cavaradossi y Otelo y tantísimos más, se venía abajo y contenía las lágrimas no sabemos cómo después de sobreponerse para interpretar «Per me giunto», de «Don Carlo». Se entregó el artista, se entregó el público. Salió con ganas y abrió el fuego quizá con los nervios en la garganta, pero sabía, lo sabía muy bien, que Madrid es una plaza que nunca se le rinde. No pudo cantar la obra de Catán ni meterse en la voz de Neruda, pero aún tenía en la cabeza cómo fue aquella noche interminable en la que Simon Boccanegra dio unos históricos capotazos. Y ayer quiso salir por la puerta grande.

Si en la primera parte cantó con soltura a Verdi, Mozart y Bizet, se movió por el escenario y no paró quieto delante del atril, en la segunda la zarzuela volvió a consagrarle en el coliseo, que se percató de la garganta y la calidad de Ana María Martínez, una soprano puertorriqueña a la que dio su sitio en todo momento y a quien el público, desatado ya al final, gritaba «olés» sin parar. El concierto empezó a las ocho y acabó a las once menos cuarto. Y la garganta estaba como si nada y el corazón de Plácido, como si todo. Después de recrearse con Moreno Torroba y con ese «Amor, vida de mi vida» que canta como nadie, o la «Petenera» de «La Marchenera» llegó el «No puede ser» de «La tabernera del puerto». Y pudo ser, vaya que si fue. Lo bisó cuando empezó el turno de las repeticiones. Impresionante. Y «El cabello más sutil» de «El obrador» volvió a reunirle con la frágil, sólo en apariencia, Martínez, y llegó «Granada», dando pases de torero y gustándose a cada frase. Y tomó la alternativa en «Torero quiero ser». El público, que ya estaba esperando el momento oportuno para levantarse empezó a hacerlo desde el paraíso y los palcos y contagió al patio de butacas entero. Delirio. Y se marcó casi un pasodoble en «Hace tiempo que vengo al taller» de «La del manojo de rosas», que Sorozábal hubiera aplaudido el primero. Ya no se quería ir Plácido.

«Qué alegría poder ver algo así», se escuchaba decir a la gente, mientras los profesores de la orquesta pensaban que se les quedaba la cena fría porque aquello había entrado en bucle: si me piden, yo doy. Y se lo dio todo a esa ciudad que hace suya cada vez que pone el pie en Real. Porque ayer lo que hizo el tenor y barítono, que tanto monta, fue celebrar a España. Ya lo había dicho. Y cantó y disfrutó hasta las once menos cuarto, que le querían en otro sitio.

El camerino estaba lleno y el pasillo a tope. «Gracias, maestro», le dijo una voz anónima. Y esas dos palabras las hizo suyas el Teatro Real entero. A esperar al año que viene, que volverá, Dios lo quiera, con una ópera. Hoy ya está en Londres. Poco o nada tuvo que envidiar ayer Plácido al lenguaraz de Mick. Lo único, por decir, que ellos pidieran antes el Bernabéu. Una lástima que se le adelantaran. Pero se ha quedado él con la copla. Y todos sabemos que tiene el corazón blanco.