Flamenco

Incertidumbres del cambio

La Razón
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Es falaz, además de un poco racista, pensar que su fuerte impronta patriarcal impide evolucionar al mundo gitano. También es una muestra de racismo inverso pensar que hay que ser gitano para ser un grande del flamenco: José Menese es la prueba que desarma esa afirmación. El mundo del flamenco –nacido y crecido en torno a la comunidad gitana– hace tiempo que emprendió su enésimo proceso de cambio ligado a la electricidad, a la tecnología audiovisual de grabación y a la globalización de la industria musical. Lo único que sucede es que, en un medio que vio garantizada su supervivencia artística por la tradición, los cambios inexorables son lentos, casi imperceptibles para el profano. Es lógico que los flamencos desconfíen de las ideas pasajeras. Hay que pensar que, a principios del veinte, Andrés Segovia tuvo que estudiar guitarra a escondidas de su familia porque se consideraba un instrumento propio de gitanos, bebedores y gente de mal vivir. Solo la constante insistencia del patriarcado familiar flamenco y su implacable resistencia al ruido exterior fue lo que conservó intactos, a través de los siglos, más de sesenta palos en compás de tres por cuatro. Un logro, dado que en la música popular actual el 98 por ciento de los ritmos que se comercializan grabados son ya únicamente de cuatro por cuatro.

Ahora, cuando en las últimas décadas hemos asistido al lento goteo de ver fallecer a muchas de las grandes figuras indiscutibles del flamenco, cabe preguntarse por su futuro. Nuevas figuras no faltan, desde Poveda a Diego El Cigala, desde Estrella Morente a Mayte Martín. Las sagas también siguen dando nuevos talentos como Habichuela nieto. Incluso el propio género ha tenido sus mutaciones: si al blues le apareció en el siglo XX un hijo bastardo llamado rock’ n’ roll, al flamenco también se le hiperdesarrolló una extremidad populista llamada rumba, por mucho que Caballero Bonald la considerara, hace medio siglo, impura. Los cambios siempre provocan incertidumbre y no hay obligación de ponerse apocalípticos, pero no hace ninguna tontería el vigía que, ojo avizor, se pregunta si corre peligro el flamenco. Los obstáculos no serán por falta de nuevas figuras y talento (que sobra) sino de cambios técnicos, mediáticos e industriales. Un ejemplo del mundo de la rumba: la introducción del cajón de madera en los grupos ha hecho que en Barcelona, lugar de origen de la rumba catalana, cueste encontrar palmeros de calidad. Así me lo comentaba hace pocos años el tío Toni (para los que por edad se acuerden del siglo veinte, era aquel palmero de grandes gafas oscuras que aparecía en televisión haciendo coros detrás de Peret). La elevada exactitud técnica con que ejecutaban el tiempo y contratiempo en el palmeo hizo alucinar al mismísimo Peter Gabriel. Pensaba que estaban cuantizados por una computadora. La exactitud y soltura se conseguían palmeando durante ocho horas en los asientos del coche durante los interminables viajes entre bolo y bolo por las lentas carreteras de la España desarrollista. El cajón, que puede ser ejecutado por un único intérprete y hace más ruido, ha ido desplazando, junto con la construcción de rápidas autovías, ese arte tan simple y rítmicamente refinado. El propio Paco de Lucía, quien en su constante exploración de formas musicales fue el introductor del cajón caribeño en las formaciones, se pronunciaba en el mismo sentido en sus últimos años, denunciando el exceso. Ninguno de los dos está ya para defender el flamenco y se han ahorrado ver cómo otro de los peligros puede venir por el lado de la propia industria musical. Nadie parece capaz en nuestro país de levantar una operación comercial como la que hizo Chris Blackwell para popularizar el reggae, en los setenta, a través de las compañías discográficas Virgin e Island. Quien estuvo más cerca fue el también desaparecido Mario Pacheco con su compañía Nuevos Medios. Pero su fuerza económica era menor que la de las discográficas anglosajonas capaces de patrocinar bólidos de fórmula uno. Así que, en lugar de dar inútiles vueltas a vacuos conceptos abstractos como integración o diversidad, vale más fijarse en sus necesidades técnicas y ayudar a que, en el futuro, la ingeniosa vitalidad del flamenco convierta, como siempre, la necesidad en virtud.