Maazel: Una fuerza de leyenda
Con Maazel se va uno de los máximos representantes de una gran generación de maestros de la dirección, entre los que también podemos incluir a la recientemente desaparecido Abbado o a Haitink, felizmente vivo. En España lo conocimos muy joven, a poco de cumplir los veinte años, tras una meteórica carrera como niño prodigio. Había hecho su debut a los ocho años, tras mostrar un talento especial para la música desde muy niño. Nacido en Neuilly-sur-Seine en Francia, de padres judeo-estadounidenses, pronto despegó, evidenciando una madurez sorprendente, en contra de los que suele suceder con esa clase luminarias.
Pocas batutas tan idóneas como la de Maazel para otorgar toda la dimensión y el brillo a cualquier pentagrama, para sondear en los meandros líricos de cualquier obra dramática o sinfónica. El director norteamericano mantuvo hasta hace escasos meses una envidiable forma física, una elasticidad que partía de una formidable articulación de brazos desde los hombros y de acompasados giros en todos los planos. Dibujaba la música como nadie a base de sutiles movimientos de muñeca, de un revoloteo elegante de ambas manos, con una izquierda prodigiosa, que regulaba dinámicas y moldeaba frases. La batuta era clara y poseía una apolínea manera de dividir y subdividir compases, de penetrar en todas las estructuras del pentagrama, que resultaba de esta manera, prácticamente sólo con el gesto, estupendamente explicado.
Recordamos un concierto con la Orquesta Nacional, a finales de los sesenta, en el que dirigía, entre otras cosas, la «Sinfonía nº 5» de Sibelius. Hay un gigantesco «crescendo» al final del primer movimiento de esa obra, que va tomando velocidad paulatinamente hasta desembocar en un «tutti» fragoroso, espectacular, que cierra en seco el fragmento. En el curso de su interpretación, la Nacional se iba quedando atrás, perdiendo la cuadratura rítmica, con lo que el «acelerando» se desdibujaba y la tensión se evaporaba. Fue una gran demostración, un magnífico alarde de la batuta conseguir que el tempo prefijado fuera retomado y la música adquiriera la velocidad justa hasta alcanzar el remate idóneo. Y una anécdota curiosa: en aquel concierto Maazel llevaba un zapato de color negro y otro marrón. Despistes de los grandes. Las superficies sonoras de este director eran verdaderamente fúlgidas gracias a su instinto para el tratamiento de los timbres y el control de las dinámicas, lo que las proveía de un brillo en ocasiones cegador y facilitaba de paso la clarificación de las voces. En sus interpretaciones los contrapuntos quedaban siempre a la vista, sin farragosidades ni confusionismos. De tal manera que, con el añadido de un manejo del ritmo muy flexible y un empleo del rubato muy elegante –con el peligro de pasajeras elongaciones–, finalmente el discurso resultaba ameno, esbelto y fluido. La diáfana forma de marcar, su sugerente mímica, su conocimiento del «métier» cautivaban tanto al público como al instrumentista. Es algo que podrían explicar las formaciones que actuaron bajo su mando, realmente todas las grandes. Y, de manera muy precisa, nuestro Orfeón Donostiarra, que cantó con el en la Sevilla del 92, una memorable «Segunda Sinfonía» de Mahler, de la que todavía se habla. La mágica batuta logró en aquel sutilísimo pianísimo de la entrada del coro, al comienzo del himno de la «Resurrección», un efecto milagroso. Algunos años atrás Maazel estuvo a punto de firmar como titular de la Orquesta de la RTVE, poco después de que nos ofreciera, en tiempos en los que el conjunto andaba todavía en plena formación, una inesperada «Sinfonía nº 7» del citado compositor bohemio. La operación se abortó: hubo presiones para que no quedara descabalgado del puesto Odón Alonso. Claro, en una trayectoria tan larga, siempre en el candelero, ha habido puntos negativos. Y en Madrid pudimos ser testigos de uno de ellos. Fue en el curso de una interpretación, para Ibermúsica, del «Bolero» de Ravel. No se sabe sin los músicos estaban dormidos o habían abusado del vino, o si el director estaba en fase oscura, pero el hecho es que los fallos fueron sucediéndose a cada entrada de un solista ante la sorpresa y la incredulidad del respetable. Pero Maazel fue protagonista asimismo de grandes proezas; por ejemplo dirigir de una sentada, en Londres, las nueve Sinfonías de Beethoven, algo que hace un año hizo en Madrid, para el CNDM, López Cobos, también con cuatro orquesta distintas. Se ha discutido mucho –lo hacía Sergiu Celibidache, habitualmente tan crítico con todo y todos– que tras la técnica de Maazel había poca chicha, cierta superficialidad. Algo que era reconocible en muchas de sus recreaciones, dado que era un tanto irregular, según sus modos y cambios de humor, pero, cuando se encontraba bien y tenía, como se suele decir, el día, no había nada que se resistiera a su batuta. Y lo hemos podido comprobar en multitud de ocasiones. Con la Filarmónica de Munich, con la de la Radio de Baviera, con la de Pittsburgh, de las que fue titular, con la Sinfónica de Londres o la Philharmonia; y tantas otras. Y en sus fastos del Festival de Salzburgo. Siempre recordaremos la figura elegante, los ademanes suaves y la sonrisa perenne del maestro, a quien pudimos ver en los últimos tiempos al frente de Sinfónica del Palau de les Arts, de la que fue responsable en grandes conciertos y magníficas óperas. Entre ellas, «1984», su única ópera, en la que mostró sus cualidades como compositor. Era también un espléndido violinista, actividad que realizaba con cierta frecuencia. Lo vimos en este menester más de una vez en algunos de sus numerosos conciertos de Año Nuevo con la Filarmónica vienesa.