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«Rodelinda»: Brillante fantasía

Crítica de clásica. Haendel: «Rodelinda». Lucy Crowe, Bejun Mehta, Jeremy Ovenden, Sonia Prina, Lawrence Zazzo, Umberto Chiummo, Fabián Augusto Gómez. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección escénica: Claus Guth. Escenografía y figurines: Christian Schmidt, Iluminación: Joachim Klein. VÍdeo: Andi A. Müller. Dramaturgia: Konrad Kuhn. Teatro Real, Madrid. 24 de marzo de 2017.
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Hemos asistido en el Teatro Real a lo que probablemente es el estreno escénico en nuestro país de esta hermosa ópera heandeliana. Se nos ha ofrecido una coproducción con la Ópera de Frankfurt, el Liceu y la Ópera de Lyon. Hemos podido de esta manera medir la grandeza de una partitura que se pudo escuchar en versión concertante hace cuatro temporadas en el Arriaga de Bilbao y en el Auditorio Nacional. Ya en aquellas ocasiones pudimos certificar que la obra, con libreto de Haym inspirado en Corneille era una obra maestra.
El personaje central de Rodelinda, una heroína de verdad, valiente, sincera, amorosa, que lucha por defender sus derechos ante la barbarie para proteger a su hijo (Flavio, que no canta y que en esta producción toma un especial potagonismo) y para velar el recuerdo de un marido (Bertarido) al que cree muerto. La parte fue escrita para la gran diva Francesca Cuzzioni. La ha remedado en esta ocasión la soprano lírica Lucy Crowe, voz ligeramente velada, pero igual, sonora, bien impostada, fresca, que ha cantado con aplomo y expresión dolorida, con alguna que otra apretura en pasajes de agilidad y algún que otro sobreagudo destemplado.
Sus arias lamentosas y, en particular, la gozosa «Mio caro bene», han sido bien dibujadas. A su lado el contratenor Bejun Mehta, de emisión suave y timbre homogéneo, ha construido un Bertarido perfecto y ha seguido los pasos del creador de la parte, el «castrato» Senesino. Magnífica su impetuosa «Vivi, tiranno!» Y espectacular su acoplamiento con Crowe en el maravilloso dúo «Io t’abbraccio». No han desmerecido el tenor Ovenden, de timbre ligero algo gangoso –demasiado claro para un papel que estreno Borosini–, que labró bien su bella aria «Pastorella», y el también contratenor Zazzo, de timbre más oscuro que Mehta. A menor nivel Prina, desigual de emisión y relativamente limpia en la coloratura, y sobre todo Chiummo, desentonado y tremolante. Muy bien el actor –ya no tan niño– Gómez como Flavio.
Bolton, tras su triunfo en «Billy Budd», ha sabido cambiar de estilo y dirigir con tino, cuidado en las dinámicas, justeza en los ritmos, a un conjunto de unos cuarenta músicos en los que se insertaban dos claves, un laúd y flautas traveseras de época, que ha sonado afinada dentro de sus características y que ha sabido, a sus órdenes, «entender la retórica dramática, el tipo de fraseo y el temperamento», que era lo que el intentó comunicar en los ensayos. Todo ello se ha ajustado perfectamente a la situación dramática ideada por Guth, muy aplaudido la pasada temporada en «Parsifal» y que aquí, como en la obra de Wagner, centra toda la acción en una gran casa en medio de la nada, ante un cielo estrellado, en una especie de paisaje lunar, y con la presencia permanente de una imponente escalera. «Topografía del poder: todos quieren conquistar el dormitorio de Rodelinda en el piso de arriba», manifestaba el regista.
La gran mansión, blanca y giratoria, con estancias estratégicamente colocadas, sirve de base a toda la trama, que no hay que seguir al pie de la letra. Guth nos invita a emplear nuestra fantasía y a introducirnos en el meollo de la complicada historia de asesinatos, amores, odios y ambiciones, todo ello en el seno de una familia. Al igual que en «Parsifal», mientras suena la obertura se desarrolla ante nuestros ojos una escena muda que nos pone en antecedentes de una narración en la que Bertarido no es tampoco un ángel y en la que se hace omnipresente, en efecto, Flavio, el hijo, testigo silencioso de los sucesos, que construye una realidad paralela poblada de amenazadores fantasmas, que dibuja y que sólo él ve. Es elemento determinante de la acción, a la que, de un modo u otro, da cauce y en la que pasamos por alto algunas incoherencias.
Guth es un artista en la creación de situaciones, en la evocación de hechos y en la dirección de actores, milimétrica, exactísima, lo que da amenidad a la narración, en la que no faltan tampoco ciertos rasgos de humor y algunas salidas un tanto chuscas. De tal forma una ópera seria con toda la barba como ésta, plagada de arias «da capo» –aquí adecuadamente ornamentadas–, resulta muy llevadera. El público se lo pasó en grande y aplaudió varios de los números.

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