Un Puccini sinfónico
Crítica de ópera: Temporada de la Maestranza. «Manon Lescaut», de Puccini. Ainhoa Arteta, Vittorio Vitelli, Walter Fraccaro, Stefano Palatchi, Andrés Veramendi, Alberto Arrabal, Manuel de Diego. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Coro de la A.A. del T. de la Maestranza. Direc. musical: Pedro Halffter. Direc. de escena e iluminación: Didier Flamand. Producción del Teatro Regio de Turín. Teatro de la Maestranza. Sevilla, 3-XII-2013.
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«Manon Lescaut» es la tercera ópera de Puccini. Anteriormente sólo «Le Villi» y «Edgar», pero, apenas tres años después, llegarían «La Boheme» y la fama. Se programa parcamente –curioso que la Maestranza lo ha hecho ya en dos ocasiones– por la dificultad en encontrar una pareja protagonista adecuada, sobre todo un tenor en condiciones. Sin embargo es una ópera muy bella, con momentos magníficos. El interludio del tercer acto se halla tan impregnado de emotividad que el director de orquesta Thomas Schippers le pidió a su pareja, el compositor Giancarlo Menotti, que se lo pusiese en el tocadiscos mientras partía para el más allá, consumido tempranamente por la enfermedad.
A Pedro Halffter le debe atraer Puccini. De algún modo enlaza perfectamente con el repertorio en el que se muestra más ducho y la orquestación de sus óperas supusieron un buen paso adelante, hasta casi en algún caso aproximarse a ese mundo sinfónico que siempre resultó tan espinoso para los autores italianos o españoles. Hay momentos en los que Halffer dirige «Manon Lescaut» como si fuese una pieza sinfónica y eso tiene ventajas e inconvenientes. Entre los últimos, el peligro que las voces solistas se ensamblen hasta casi convertirse en un instrumento más de la orquesta. Entre las primeras, el brío, vitalidad y colorido de la lectura con coro y orquesta a excelente nivel. Este Puccini tiene vida propia en el foso, vuelo y emoción, y tendría más si hubiese habido un solo descanso y no tres de una hora larga en total para una obra que no llega a las dos. Cosas de la producción de Turín, grandilocuente, fiel al libreto, de creación en 2005, pero ya con olor a naftalina. Trajes vistosos, decorados sólidos y escasa dirección actoral. ¡Qué diferencia la forma, en una ya legendaria producción del Met, en que Scotto y Domingo retozaban en la cama del palacio de Geronte a la enorme matrimonial pero ausente dramáticamente de Turín!
La voz de Ainhoa Arteta ha ensanchado y ganado tanta proyección como para pasar de la «Manon» de Massenet a la de Puccini. Aún hoy quizá logre, en hecho infrecuentísimo, simultanear ambas. No podrá ya después de incorporar a su repertorio «Adriana Lecouvreur» y «Tosca» el año próximo. Las sopranos acaban aburriéndose de los papeles de las ligeras y algunas, como Renata Scotto o la misma Arteta, tienen la suerte de que sus voces crezcan y puedan incorporar roles con mayor sustancia dramática. Manon apenas tiene dos escenas exigentes vocalmente, en los actos segundo y cuarto, pero ambas con enjundia. La voz de Ainhoa, en una interpretación con carácter, logró traspasar el foso y llegar a todos los rincones, le echó arrestos a agudos y fortes y dejó pasar por alto algunos graves para no forzar. Muchos más problemas presenta la escritura de la parte del tenor, siempre en escena y con un tercer acto en punta en el que existe el riesgo del desfondamiento. Walter Fraccaro aguanta bien y aporta seguridad, pero roza la monotonía a causa de la escasez de colorido tímbrico y dinámico. Es lo que le ha impedido la gran carrera, porque resuelve pero no entusiasma. Correcto, sin más, el Lescaut de Vittorio Vitelli y también los secundarios, con mención especial para el trabajo de Andrés Veramendi. El público de la Maestranza, siempre generoso en el aplauso, se entusiasmó especialmente con Arteta, Halffter y Veramendi. Tiene mérito no levantarse corriendo del asiento cuando entre inicio y final de una ópera de menos de dos horas los relojes llegan casi a pasar de fecha en sus calendarios.