Norton I, emperador de los Estados Unidos
Fue el primer y el último hombre en ostentar este título. Más de un siglo después de su muerte, su historia, además de ser prácticamente desconocida, está llena de lagunas
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Fue el primer y el último hombre en ostentar este título. Más de un siglo después de su muerte, su historia, además de ser prácticamente desconocida, está llena de lagunas
Por histriónico que parezca, Joshua Abraham Norton, primer y único emperador en la historia de Estados Unidos de América, fue un personaje de carne y hueso cuya fecha de nacimiento oscila hoy entre 1814 y 1819. Sólo sabemos con certeza que falleció el 8 de enero de 1880, víctima de un repentino ataque de apoplejía mientras caminaba por la Grant Avenue de San Francisco para asistir a una conferencia en la Academia de Ciencias Naturales. Si no fuera en parte por otros «emperadores», en su caso de la novela, como Mark Twain o Robert Louis Stevenson, que recurrieron en sus obras a sendos trasuntos literarios de nuestro protagonista, dispondríamos incluso de menos datos sobre un excéntrico personaje que, aun siendo hoy tan desconocido, ha dejado una huella indeleble en la Historia.
Norton I, como se haría llamar poco después, desembarcó una desapacible mañana de noviembre de 1849 de la goleta «Franziska» en la Bahía de San Francisco de California. Era un hombre alto, treintañero y de ascendencia judía, nacido en Londres. Su larga esclavina morada, a modo de capa, le confería un porte distinguido que centró enseguida las miradas curiosas de quienes poblaban el muelle. Llevaba consigo la fortuna heredada de su padre. En menos de dos meses levantó un gran edificio en una de las principales arterias de San Francisco, en cuya fachada colocó un enorme letrero de un extremo a otro, donde podía leerse: «J. A. Norton, comerciante».
Su metamorfosis de comerciante a emperador, nada menos, se produjo sólo cuatro años después, tras el terrible incendio que devastó medio millar de edificios comerciales en San Francisco. Todo lo que Norton poseía quedó reducido a cenizas. Al principio se contentó con hacerse llamar «Norton I, Emperador de los Estados Unidos». Este título, según una proclama que distribuyó él mismo por toda la ciudad, le había sido debidamente conferido por la Asamblea del Estado de California. Después, cuando los mexicanos «le suplicaron», según dijo, que los gobernara porque, tal y como añadió, «anhelaban un gobierno fuerte y sabio», se adjudicó también el de «Protector de México».
El Emperador Norton I procedió con gran diligencia a establecer su parentesco con las casas reinantes de Europa. Como pretendía ser un Borbón, Napoleón sólo podía inspirarle odio. No se recataba así en atacarle con la misma vehemencia que negaba sus ancestros hebreos. La reina Victoria de Inglaterra era su «amada prima»; primos suyos eran también el emperador de Austria y el rey de Prusia, Guillermo I, a quien envió «muy buenos y amistosos consejos» durante la guerra franco-prusiana, festejando la victoria de su ejército con un edicto.
Sólo se separaba de sus dos perros pastores, Bummer y Lazarus, cuando asistía a los mítines políticos en los que tanto disfrutaba viéndose agasajado por el público entusiasta. Su uniforme de gala se componía de casaca azul verdosa, que le llegaba casi hasta los talones; pantalón azul claro, con franja roja; charreteras doradas, y alto tricornio de general con escarapela roja y una larga pluma verde de avestruz. En las grandes ocasiones arrastraba también un pesado sable, obsequio de un herrero admirador suyo; o también, un grueso bastón o una enorme sombrilla. Se adornaba siempre la solapa, eso sí, con una rosa roja y le sobresalía del bolsillo del pecho de la casaca un pañuelo de seda multicolor.
Cuando su uniforme estaba sucio o raído, le bastaba con anunciar en la Prensa que necesitaba uno nuevo para que se lo regalasen sin problemas. Incluso las autoridades municipales le obsequiaron en cierta ocasión con uno reluciente con cargo a sus propias arcas.
En los dos cuerpos legislativos del Estado, Asamblea y Senado, se le tenía reservado al emperador un lugar cómodo en el salón de sesiones. Apenas faltó a las citas durante los veintiún años que duró su imperio.
Su inesperada muerte causó gran estupor entre los ciudadanos. Los periódicos publicaron extensos álbumes de fotografías y reportajes sobre los principales hitos de su vida. A sus funerales, financiados por el Pacific Union Club de San Francisco, asistieron unas diez mil personas, incluidas dos mil mujeres y niños. El cortejo fúnebre acompañó el cadáver hasta el Cementerio Masónico de la ciudad. Una vez allí, un coro de doscientos jóvenes que profesaban inmenso cariño al difunto entonó sus himnos predilectos mientras lo sepultaban. Si no fuera porque ahora sabemos que Norton I, emperador de los Estados Unidos y protector de México, existió en realidad, pensaríamos en una irrepetible estrella capaz de deslumbrar al mejor productor de Hollywood.
En cierta ocasión, Norton entró al vagón restaurante del tren que le conducía hacia San Francisco y pidió al camarero que le sirviese un auténtico banquete. El sirviente no le hizo el menor caso, convencido de que aquel hombre desconocido para él no podría pagar todo lo que acababa de encargarle. Al ver que no le hacía caso, Norton le reiteró su pedido una vez más sin éxito. Enfurecido por semejante impertinencia, aporreó la mesa con su bastón y advirtió al cohibido camarero de que si no le obedecía de inmediato derogaría la concesión del ferrocarril. Apercibidos del escándalo, unos viajeros de San Francisco que conocían al emperador indicaron al camarero que les pasara la factura a ellos. Poco después, el jefe del tren se le acercó para disculparse. Finalmente, la Central Pacific le envió a Norton un pase vitalicio para todas las líneas de California y los coches restaurantes.
@JMZavalaOficial