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Orson Welles, lo imposible era no hacer cine

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  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

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Con sólo 25 años epató al mundo con un debut histórico. Tras él, y a pesar de sus continuos enfrentamientos con la industria, la historia del cine no volvió a ser la misma.
Hubo un tiempo en que se extendió el rumor en Hollywood de que Orson Welles no había visto ni una película antes de hacer «Ciudadano Kane». Era un rumor de doble filo: por un lado, quería rebajar, desde la envidia más ponzoñosa, la genialidad de la ópera prima más famosa de la historia del cine tachando a su autor de analfabeto; por otro, quería celebrar su talento innato, que no necesitaba de referentes para cambiar el curso del tiempo. Era, también, un rumor absurdo, que Welles desmintió muy pronto: entre muchos otros filmes, había visto «La diligencia» más de cuarenta veces (contrató al director de fotografía de la obra maestra de John Ford, Gregg Toland, para pergeñar, a pachas, sus experimentos con la profundidad de campo). Era un rumor, en fin, que vaticinaba que la infinita inventiva de «Ciudadano Kane» condenaría a Welles a la cadena perpetua de su propio mito.
Antes que él, quizás sólo Erich Von Stroheim podía precederle en su aura de malditismo. Pero ni siquiera: lo de Welles, que el próximo 6 de mayo habría cumplido cien años, duró cuatro décadas. No fue profeta en su tierra, y Hollywood le castigó eternamente con la etiqueta de «enfant terrible», de director excesivo y conflictivo, porque le resultaba intolerable que alguien, recién cumplidos los veintiséis, hubiera puesto la gramática del cine clásico contra las cuerdas. Su segunda película, «El cuarto mandamiento», fue recortada en 43 minutos por la RKO, que simplemente quería un título de relleno para programas dobles. Fue la primera de las batallas que David perdió contra Goliat: la carrera del hombre que había querido debutar en el cine con la adaptación de «El corazón de las tinieblas» de Conrad iba a estar repleta de proyectos inacabados (ese «Don Quijote» que montó Jesús Franco, esa «Otra cara del viento» que acarició con Oja Kodar, su último amor), versiones múltiples de un mismo filme, encargos imposibles y películas soñadas. Revisando la profusa, extraordinaria biografía escrita por Barbara Leaming, el lector se encontrará con una misma queja repetida una y otra vez: «Querían que la película dejase de ser mía», «el director es el jefazo hasta que termina el rodaje; después se hace lo posible por joderle», y así. Incluso lo dice de Laurence Olivier, que le robó la silla de director, metafóricamente hablando, en el montaje teatral de «El rinoceronte» de Ionesco.
Quizá los hechos le convirtieron en un paranoico, pero ciertamente la realidad canta: el rechazo de estudios y productores le persiguió toda su vida. Buscando el lado bueno de su sempiterna mala suerte, veremos que, gracias a ella, se transformó en cineasta «low cost» antes de que el «low cost» fuera una marca de independencia creativa.
La fuerza de la imagen
Rodó «Macbeth» en 23 días para una productora especializada en westerns de serie B. Rodó «Otelo» durante dos años en distintas partes del mundo, improvisando vestuarios y decorados, con películas de diferentes sensibilidades. Rodó «Campanadas a medianoche» por 800.000 dólares, reunidos casi en una versión prehistórica de «crowdfunding», en el único país, España, «que no sabía que el blanco y negro no era comercial». Shakespeare, siempre Shakespeare. Falstaff, siempre Falstaff, como el Quinlan de «Sed de mal», hundido en el fango. El genio con pies de barro. Que hable André Bazin, uno de sus más acérrimos defensores: «Es la tensión que se crea entre la grandeza de sus héroes condenados y la opción moral que nos vemos obligados a tomar contra esta grandeza y a pesar de ella, lo que los convierte en tragedias».
Precisamente a Bazin, en 1958, le confesaba: «Las imágenes en sí mismas no son suficientes, son muy importantes, pero no son más que imágenes. Lo esencial es su duración, lo que sigue a cada una de ellas; toda la maravillosa elocuencia del cine se forja en la sala de montaje». Para terminar «Ciudadano Kane», Welles había estado encerrado en la sala de montaje con Mark Robson y Robert Wise durante casi un año. Entregó la copia final de «El proceso» cinco meses más tarde de la fecha prevista, convencido de que, como le había ocurrido en el resto de sus películas, podría haber estado acabándola hasta la eternidad. Quien haya visto «Otelo» (¿2.000 planos en una película de 1952?) o «Fraude», que impulsa el género del falso documental hasta la estratosfera a partir de la concepción del montaje como truco de prestidigitador, sabrá la velocidad con que el cine de Welles se impone a la percepción del espectador. Y, sin embargo, como un Houdini al revés, explicaba el secreto de su magia para reducirla a una cuestión de adaptación al medio. Cuando Bazin le pregunta por la brevedad de los planos de «Otelo», Welles le responde que son cortos porque nunca lograba reunir a todos los actores a la vez. El cine ilustra la tensión entre creatividad y economía. Lo más fascinante es que casi ninguna de las películas de Welles parece «económica» sino todo lo contrario. ¿Lo es el arranque de «Ciudadano Kane», con ese «Rosebud» musitado mientras una bola de nieve cae para que el mundo se congele de repente? ¿Lo es la estructura de película-encuesta alrededor de un acertijo indescifrable, que es el paraíso perdido de la infancia? ¿Lo es el uso obsesivo de grandes angulares y contrapicados, en un ejercicio barroco en el que el cine parecía descubrir las tres dimensiones, el volumen y la densidad dramática hecha imagen profunda? ¿Lo es el virtuoso plano secuencia inicial de «Sed de mal»? ¿Lo es el final en la galería de espejos de «La dama de Shanghai»? ¿Lo es, en fin, haber puesto patas arriba América con la emisión radiofónica de «La guerra de los mundos», haciendo creer a medio país que estaban llegando los marcianos mucho antes de que la paranoia anticomunista se instalara en el «american way of life»? Truffaut lo dijo mejor que nadie: «Las películas de Orson Welles parecen rodadas por un exhibicionista y montadas por un censor».

«Contrapicado wellesianos»

Fue Truffaut el que aventuró una hermosa interpretación de los contrapicados wellesianos. Obligado a situar la cámara en el suelo, sus protagonistas son vistos como si los viéramos sentados en las diez primeras filas de un teatro. Truffaut utiliza esta teoría para demostrar que, en el fondo, esa decisión de puesta en escena, que implicaba el empleo de objetivos focales cortos, era la manera en que Welles ponía en diálogo el cine y su querido teatro. Lo cierto es que ahí estaban los personajes, «bigger than life», como si fueran un reflejo de la máscara de Welles: voz gigantesca, cuerpo enorme, presencia intimidatoria. «El Orson privado es la antítesis de su altanera imagen pública», escribía Leaming. «Para sus amigos es un hombre cordial, delicado y extrañamente tímido. Un hombre que piensa en “Welles el lunático” con horror». Un hombre, hay que añadir, que se emocionaba hasta las lágrimas cuando surgía la oportunidad de rodar, y que aceptó todo tipo de encargos indignos –sobre todo como actor– para recaudar fondos para películas que seguramente no iban a rodarse nunca. «Para mí es inevitable convertir las cosas en películas. Lo que pasa es que los demás no me dejan hacerlas». Sirva esto como brillante epitafio.

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