Paisajes de asfalto
La Fábrica edita «En la carretera», que recoge las instantáneas que tomaron los grandes maestros de la fotografía durante sus viajes a través de las carreteras norteamericanas
J. Ors.- La Fábrica edita «En la carretera», que recoge las instantáneas que tomaron los grandes maestros de la fotografía durante sus viajes a través de las carreteras norteamericanas
Las mejores carreteras son las que no conducen a ninguna parte. Lenguas de grava y asfalto recalentado por las que circulan dementes, pistoleros, hippies, bienaventurados, predicadores, alucinados, misioneros, rockeros, perdedores, prófugos, pianistas, atracadores, transportistas, divorciados, prostitutas, sheriffs, militares, «flap-pers», viajeros, traficantes, motoristas, escritores, inmigrantes, autoestopistas, camareras, cowboys, fracasados y otros ángeles ambulantes y errabundos, seres estrafalarios de vidas exageradas y tumultuosas, burdos imitadores de John Dillinger o jóvenes «easy rider». Las únicas autopistas que jamás han llevado a nada son las que unen los puntos señalados en los mapas, las que van de una ciudad a otra, las que únicamente existen por un afán pragmático, para completar la cartografía exacta de las comunicaciones.
El espíritu de un país
Estados Unidos ha resultado ser un continente más que un país. Un territorio propicio para los viajes largos, para extraviarse en los meandros de sus geografías cambiantes, imprevisibles. Hubo una mitología del Oeste y después ha existido una mitología del arcén, la que emerge con la irrupción del automóvil, que vino a reemplazar al viejo jamelgo del séptimo de caballería. El coche recuperó el espíritu pionero de esa nación nueva, hormonada de juventud y confianza. «Íbamos rumbo a esa enormidad», escribió Jack Kerouac, que no salió al encuentro de un paisaje, sino de un paisanaje, de una experiencia. Él convirtió el horizonte en una metáfora interior y el alquitrán en un nuevo camino para la introspección. Una religión a la que se lanzaron una hornada de jinetes sentados en veloces artilugios mecanizados, una turba de incipientes exploradores de abismos y precipicios personales. Les siguió un variado tumulto de fotógrafos dispuestos a rastrear las huellas que habían dejado otros pioneros de la instantánea. Estos reporteros no buscaban el cinemascope de un amanecer o los contraluces dramáticos del Gran Cañón. Perseguían a los habitantes que poblaban esas orillas de moteles, gasolineras, poblachones, covachas, diners, campings, cementerios y ranchos. Por esos márgenes estuvieron Robert Frank, Ed Ruscha, Inge Morath, Garry Winogrand, William Eggleston. Buscaban retratar eso que se ha llamado «el americano», como si existiera un prototipo, un molde original y único, y dejaron una amplia baraja de negativos que demostraban la falsedad de esa expresión.
Los rascacielos y el esplendor de las ciudades costeras habían publicitado la riqueza y el auge de Estados Unidos desde la cosmopolita urbe de Nueva York hasta San Francisco; desde Nueva Orleans hasta ese Chicago, de leyenda mafiosa, cuyas calles morían en la rivera de un lago fronterizo. Estos artistas, sin embargo, retrataron con pulso creativo, en blanco y negro o en color, las abundancias y carestías de esa población interior que albergaba el país y que ignoraba la mayoría. Mostraban las diferencias sociales que padecía una población que no era ajena a la segregación racial y a la miseria rural; que se movía entre los primeros anuncios de luces y la democratización del coche y la dependencia del autobús. Reflejaron a la «White Trash» sureña y a toda esa gente de color con los derechos secuestrados, sujeta aún a las leyes de Jim Crow, que conocía el hambre en el seno de una nación conocida por su opulencia. Lee Friedlander, Joel Meyerowitz, Jacob Holdt, Stephen Shore ahondaron en el trabajo de sus colegas con nuevos puntos de vista. Enseñaron lo que solían esconder las portadas de los periódicos, las ancianas con plateados Colt escondidos entre los pliegues de las haldas, los camellos que vendían drogas, el naufragio de la American Way Life que triunfó en los cincuenta y que el rock and roll y la rebeldía juvenil, primero, y, después, los movimientos de los sesenta, dinamitaron desde los cimientos.
Casas prefabricadas, réplicas de la «Venus de Milo» frente a tiendas dedicadas a la limpieza, incendios, un elefante arrollado en Woodland... Joel Sternfeld, Shinya Fujiwara, Alec Soth, Todd Hido, Ryan McGinley nos traen a tiempos más modernos, a décadas más recientes, para sorprendernos con imágenes que corroboraban que, muchas veces, el pasado no había desaparecido, continuaba ahí, perpetuándose en infames costumbres o disolviéndose ya, incapaz de reaccionar, ante nuevas actitudes emergentes, como las de esos nudistas que atraviesan interestatales sin ropa para demostrar lo que sea, no importa, pero que son un síntoma de liberación y una forma evidente de condenar a los que aún defienden la ley del rifle, la vetusta tradición de la milicia armada. De norte a sur, de este a oeste, estos fotógrafos han inmortalizado la iconografía de restaurantes y vaqueros, de cadillacs y de conceptos como el de la huida. Han contribuido a asentar el tópico del centro comercial, de esa arquitectura popular de listones de madera y canalones de hierro que prosperaron a la sombra de la urgencia por erigir un asentamiento. La carretera, en su origen, igual que el ferrocarril, comenzó como una de las necesidades de un Estado con una clara vocación colonizadora. La cultura convirtió, sin embargo, esas autopistas, las viejas rutas de moteros y de cantantes de jazz, en una manera de vida, en una subcultura. Pero incluso ahí, en lugares como ésos, donde se predica la libertad y la presencia de la Ley se anuncia a través señales de tráfico, existe una norma inquebrantable: está prohibido pensar en el regreso.
«En la carretera»
VV.AA.
la fábrica
336 páginas,
49 euros