Pintura

Peggy Guggenheim nunca muere

Venecia celebra con una exposición los 70 años de su rupturista e icónica exposición de 1948

Peggy Guggemheim durante el montaje de una obra de Miró.
Peggy Guggemheim durante el montaje de una obra de Miró.larazon

“No soy una coleccionista, soy un museo”. Es una de las célebres frases de quien fue una de las más importantes mecenas, una mujer con una vida tan surrealista como algunas de las obras que llegó a poseer. Aventurera, con un olfato único para el mundo artíctico (y una nariz que llegó a acomplejarla, pero que la distinguió siempre físicamente) no tuvo reparos en apostar por nombres que eran desconocidos pero en los que ella supo atisbar talento, y con los que también compartió lecho.

Por eso Venecia le dedica una exposición que recuerda el setenta aniversario de una muestra que aún resuena. Corría el año 1948 y abrió las puertas de su palacio, además de a la creación del momento, a artistas como Jackson Pollock -a quien pagaba una asignación mensual de 300 dólares y quiso alejar de las tentaciones de Nueva York con la compra de una casa en Long Island-, de quien se podrán ver por primera vez reunida en los últimos veinte años la colección de once obras pertenecientes a la colección de la filántropa, que se disfrutarán en su amado palacio Venier dei Leoni, una joya en sí mismo. Ella, tan extravagante como avanzada (sus gafas mariposa fueron únicas e irrepetibles solo capaz de ser lucidas por ella), dio su primera oportunidad a Lucien Freud, alternó con Duchamp, se casó con Max Ernst y dicen que tuvo alrededor de mil amantes. Casi nada, pues.

“Mi exposición se ha convertido en una auténtica campaña de publicidad y el pabellón, en uno de los más populares de la bienal. Guggenheim aparece en los mapas junto a Gran Bretaña, Austria, Holanda, Suiza, Francia ... Sentí como si fuera un nuevo país europeo”, declaraba la coleccionista en su autobiografía “Confesiones de una adicta al arte”, un título que la quedaba como un guante.

Había nacido para disfrutar y una parte de esa capacidad de goce la dirigía a a apoyar a artistas. Lo fácil habría sido una vida acomodada que le sobrevino de cuna tras heredar una cantidad abultada de la herencia de su acaudalado padre, muerto en el hundimiento del Titanic. Sin embargo, la señorita Guggenheim se propuso abrir puertas y ventanas y hacer lo que realmente le vino en gana, como era repetir cada cosa tres veces. ¿Iba a la contra? Quizá.

En Venecia, ese año 1948, decidió exponer, junto a las corrientes dominantes, con regusto más o menos académico, a creadores que le daba en la nariz que podrían decir algo a través de sus pinceles o con sus incontrolados brochazos. Ahí estaban los expresionistas norteamericanos para hacerse oír a través de su valedora. Ella era tan osada como su apéndice nasal. Europa empezaba poco a poco a levantar la cabeza recién salida de una devastadora guerra a la que nuestra protagonista no había sido ajena; sin embargo deseaba mostrar belleza y exhibir talento. Junto con las obras de Brancusi, los móviles bellísimos de Calder, las estilizadas figuras de Alberto Giacometti decidió colgar las obras de jóvenes artistas que no habían salido de Estados Unidos. Cuatro, para más seña: William Baziotes, Jackson Pollock, Mark Rothko y Clyfford Still. Póquer de ases. La muestra cuenta, además, con una recreación de lo que fue la puesta en escena del pabellón, que ocupó hace setenta años el de Grecia, de ahí que se hayan reunido documentos, fotografías, cartas e incluso por primera vez una instalación en tres dimensiones del pabellón, obra de Carlos Scarpa.

Lógicamente afloraron las dudas y las preguntas. Ella, la mujer extravagante, adorablemente extravagante, provocó cierta confusión entre los críticos: “¿La exposición de las maravillas o el arca de Noé de Peggy Guggenheim?”, titulaba un diario con descarada ironía. Otro simplemente se disculpaba por reírse. Tal fue la saña con que se recibió la exhibición que Peggy decidió editar un catálogo pequeño que se vendía en el pabellón con un dibujo en la portada de Max Ernst y testimonios en sus páginas interiores, además del citado Ernst, a la sazón el esposo de ella, aunque ya era un grande, a qué dudarlo, Jean Arp y Herbert Read.

La estupenda fotógrafa Lee Miller se desmarcó del conjunto y definió el pabellón como “sensacional”. Ella, la mecenas, confió en su olfato. Y no se equivocó. La echamos de menos.