¿Por qué el cráneo de Descartes ha dado tantos quebraderos de cabeza?
El filósofo y matemático falleció de neumonía en 1650. Enterrado casi en secreto al esqueleto le faltaba la calavera. No había ni rastro de ella.
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El filósofo y matemático falleció de neumonía en 1650. Enterrado casi en secreto al esqueleto le faltaba la calavera. No había ni rastro de ella.
Pocas veces un cráneo humano ha dado tantos quebraderos de cabeza, valga la redundancia, a historiadores y científicos del mundo entero como el del filósofo francés René Descartes (1596-1650), autor del «Discurso del Método» y de esa frase tan repetida hasta la saciedad: «Cogito, ergo sum («Pienso, luego existo»). Descartes falleció en Suecia, después de ser recibido en audiencia por la reina Cristina tres veces por semana, a las cinco de la mañana, para que le explicase en persona su admirable filosofía. Nuestra nueva «Crónica negra de la Historia» arranca, precisamente, con la muerte de este impar pensador que sintió de repente un dolor agudo en el costado, síntoma de la neumonía; y que, lejos de seguir los consejos médicos, intentó curarse a su manera haciéndose aplicar una infusión de tabaco en una bebida caliente, aguardiente o vino de España.
Como es natural, la fiebre, en lugar de calmarse, aumentó; los pulmones se inflamaron, y el 11 de febrero de 1650, a las cuatro de la mañana, Descartes exhaló su último suspiro. Aunque, al decir de algunos, el filósofo murió envenenado con arsénico, sin que existan pruebas concluyentes del crimen; pero en cualquier caso, eso ya es otra historia...
Volvamos así al cráneo del insigne pensador. El cuerpo de Descartes debía permanecer 16 años en Suecia desde su muerte, hasta 1666. De modo que el 1 de mayo de aquel año se procedió a exhumarlo. Para el traslado de los restos se había encargado, según las crónicas de la época, «un sarcófago de cobre, de dos pies y medio de largo, porque se sospechaba que el cráneo y los huesos se hallarían desarticulados y se podrían acomodar unos sobre otros, sin la menor irreverencia». El precioso «paquete» se envió primero a Copenhague, donde permaneció tres meses custodiado por la guardia del caballero M. de Terlón, hasta que partió hacia su destino final en París, atravesando el sur de Alemania, Holanda y también Flandes. Depositado primero en casa de «monsieur» d’Alibert, días después el catafalco se albergó en una capilla lateral de la Iglesia de San Pablo, en espera de la sepultura definitiva.
Un hueso reconocible
El 23 de junio de 1667, la pompa fúnebre se dispuso a inhumarlo de nuevo en la Iglesia de Santa Genoveva. Pero años después, el 12 de abril de 1791, el bisnieto de Descartes pidió a la Asamblea Nacional que éste fuese colocado «donde están depositadas las cenizas de los grandes hombres». La Asamblea ordenó finalmente «transportar al Panteón francés su cuerpo, y su estatua hecha por el célebre Pajou». Pero los graves acontecimientos que se sucedieron entonces aplazaron la ejecución del decreto, y la Convención concluyó la sesión sin fijar el día para brindarle su merecido homenaje al filósofo.
El cuerpo del difunto, extraído de Santa Genoveva en 1792, recibió sepultura en el «Jardín de los monumentos franceses» hasta 1816. Y el 26 de febrero de 1819 se puso en marcha otra vez el periplo funerario con el traslado del féretro a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés, donde quedó depositado en la capilla de San Francisco de Sales. Entonces se procedió a una nueva exhumación pública, observándose que sólo quedaba un único hueso reconocible.
«El resto –según consta en el acta oficial– era de pequeñas dimensiones, con huesos muy poco notables, o completamente reducidos a polvo». No había así ni el menor rastro del cráneo de Descartes, ni de ningún fragmento del mismo. ¿Había sido acaso tan ilustre calavera reducida a cenizas con el paso implacable del tiempo?
El 6 de abril de 1821, el químico sueco Jöns Jacob Berzelius hizo saber que era dueño de la macabra reliquia. Enterado de que estaba en venta el cráneo de Descartes, pagó por él la suma de 37 francos. ¿Qué pruebas aportó de su autenticidad?
«En medio de los frontis –escribía Berzelius– se halla un nombre casi borrado por el tiempo, del que se puede descifrar I. Sr. Plastrom, bajo el cual la escritura está borrada; pero se distingue la palabra “tagen”, que quiere decir “tomado”, y los números 1666. Por una mano más moderna hay escrito lo siguiente, y traducido: “El cráneo de Descartes cogido por I. Sr. Planstrom el año 1666, cuando iba a enviar el cuerpo a Francia”. No se encuentra quién fue el poseedor del cráneo después de Planstrom; pero ochenta y cinco años después lo tenía un célebre escritor sueco, Anders Anton von Stjerumann, quien puso su nombre y el año, 1751...». Hoy, tan excelso cráneo se conserva y se guarda en el Museo del Hombre de París, como el mayor de los tesoros.
El maxilar inferior que nunca apareció
El químico sueco Berzelius señalaba que, entre los poseedores del codiciado cráneo de René Descartes, se hallaban también Olof Celsius el Joven (1716-1794), Obispo de Lund... y su paisano escritor Johan Arkenholtz, autor de las «Memorias de Cristina, reina de Suecia». ¿Y qué escribía Arkenholtz sobre el cráneo del filósofo que ahora tanto nos interesa? Esto mismo: «Ya he observado, en el lugar citado, que Isaac Planstrom, oficial de los guardias de Estocolmo, extrajo el cráneo de Descartes del sarcófago, que sustituyó por otro, guardando el del filósofo... Es necesario que diga aquí que en mi último viaje a Suecia, en 1754, adquirí parte de ese cráneo, que aseguran ser el verdadero, y cuya otra parte reposa en el despacho del difunto M. de Hoegerflycht, que habrá ido a parar a algún miembro de su familia». El historiador sueco conservó, en efecto, el maxilar inferior, el cual sigue faltando hoy.