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«La teoría del todo»: La radiación de Hawking

larazon

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Parecía condenado a morir, pero su esfuerzo y el de Jane, su primera esposa, lograron lo imposible.
Stephen Hawking es un enigma tan grande como los agujeros negros que estudia o las improbables teorías del todo que trata de servirnos con naturalidad como si fueran cereales para el desayuno. Es un enigma que haya superado el destino que la enfermedad de la motoneurona tenía reservado para él: morir antes de cumplir los 30 años. Es un enigma que haya sido capaz de vender millones de ejemplares de sus libros en todo el mundo sobre una materia tan ardua como la cosmología cuántica. ¿Cuántos de los lectores que se apiñaban en las playas de aquel verano de 1988 con su «Historia de tiempo» arrugada de salitre y arena en la mano entendieron (entendimos) realmente la abisal profundidad de lo que allí se contaba?
Es un enigma también, y un gesto de supina bravura, que haya delegado en su ex mujer la tarea de elegir con qué rostro quiere pasar a la Historia. Porque, desengañémonos, el genio de Cambridge no quedará en el recuerdo de las generaciones futuras por su formulación de la radiación que suspiran los agujeros negros desde su incierto horizonte de sucesos (radiación cuántica que lleva su nombre y que probablemente le debería valer un Nobel), ni por sus denodados intentos de demostrar que Dios no existe. Hawking será recordado por la pintura de su vida que magistralmente ha compuesto Eddie Redmayne, quien al menos ha ganado ya el Oscar de la credibilidad, basada en la memoria de la que le acompañó en los peores días de su juventud y en uno de los dos libros que ese recuerdo ha parido.
Así, «La teoría del todo» se ha convertido en un épico intento de desentrañar los muchos misterios que en Hawking son. Aunque al final, como siempre, el que más importa es el humano, ése que está encerrado en las neuronas sanísimas de su primera esposa, Jane, y que apenas se deja entrever a través de las voces electrónicas con las que el hombre que más cerca del infinito ha viajado se comunica. Un maestro mío decía que a menudo nos empeñamos en hablar a los niños del teorema de Pitágoras en lugar de hacerlo de «Pitágoras, el del teorema». La construcción humana de la mayoría de los sabios de la Historia es infinitamente más interesante que sus disquisiciones teóricas, sus fórmulas, sus ecuaciones y sus hipótesis. Por eso, ésta no es, ni debería ser nunca, una película sobre un científico que fue hombre, sino sobre un hombre que era científico.
A pesar de ello, algunos amantes de buscar granos en ojos ajenos han corrido a denunciar con cara de vinagre deslices científicos cometidos en la cinta. Muchos de ellos porque, no podría ser de otro modo, el guión se sobrepone a la espesa realidad cuántica de la teoría. Sí, es cierto que Hawking no llegó a su idea de la radiación de los agujeros negros por inspiración repentina mientras meditaba junto a la chimenea. Requirió meses de duros cálculos y discusiones con Alexei Starobinsky. Tuvo que hacer auténticos malabarismos teóricos para maridar la física cuántica con las leyes gravitacionales de Einstein que hasta entonces eran como imanes del mismo polo: se repelían cada vez que alguien trataba de unirlos. Cuando sus colegas tiraron la toalla, él continuó leyendo una y otra vez los mismos libros de física cuántica buscando una explicación a su intuición: la que le dictaba que en los agujeros negros había fugas de radiación. Nada de eso aparece en la película ¿y qué? ¿Y qué, también, si Hawking aparece atendiendo a una conferencia de Roger Penrose sobre agujeros negros cuatro años antes de que el término de agujero negro fuera acuñado? No nos importa tanto la teoría de Hawking como Hawking, el de la teoría.
Dolor creciente al lado del genio
Y ése es el que construyeron los libros de Jane. La Jane que disfrutó del último Hawking sano y del primero famoso, que conoció el triste sabor de las traqueotomías y el crepitar de los flashes y los «photocalls». Fue la toma de tierra de un cerebro nacido para vivir en el centro de la galaxia. La mujer que primero lavó, aseó y alimentó a cucharaditas el cuerpo paralizado mientras la mente diseñaba ecuaciones para explicar cómo el espacio y el tiempo se retuercen al entrar en un agujero negro.
Pero el agujero negro fue él. Jane ha dejado escrito el dolor creciente de su vida al lado del genio y su viaje imparable al abismo del suicidio sólo evitado porque en medio apareció la fuerza de gravedad de un organista parroquial. Un hombre viudo y bueno que logró extraer al planeta Jane de las fauces de la estrella colapsada Hawking. Igual que los agujeros negros están diseñados para no dejar escapar nada, ni siquiera la luz. Stephen se convirtió en un campo gravitatorio en sí mismo del que nada podría huir: la atención, la fama, la expectación. Pero el propio cosmólogo descubrió que los agujeros negros tiene la facultad inesperada de convertir pares de partícula-antipartícula virtuales en radiación real que se les escapa (la radiación Hawking). Su hallazgo fue una suerte de herejía para el modelo consensuado en el que los agujeros negros no cometen errores. Jane fue la radiación Hawking de Hawking.

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