Buscar Iniciar sesión

Prusia: el chivo expiatorio de Alemania

El historiador Christopher Clark desmonta en su nuevo ensayo la falacia sobre la que se cimentó la erradicación de Prusia del mapa y cómo su identificación con el nazismo se corresponde más con prejuicios que con hechos
larazon
  • La Razón es un diario español de información general y de tirada nacional fundado en 1998

  • David Solar

    David Solar

Creada:

Última actualización:

El historiador Christopher Clark desmonta en su nuevo ensayo la falacia sobre la que se cimentó la erradicación de Prusia del mapa y cómo su identificación con el nazismo se corresponde más con prejuicios que con hechos
Voltaire, amigo de Federico el Grande, escribía a mediados del siglo XVIII: «Sería útil explicar cómo Brandemburgo, un país arenoso, ha acumulado tanto poder que contra él se han levantado fuerzas más poderosas que las coaligadas contra Luis XIV». A la sazón, Federico II de Prusia combatía contra la coalición de Rusia, Francia, Austria y Suecia en la Guerra de los Siete años (1756-63). Se comprende el asombro de Voltaire: viajeros posteriores se referían a Prusia como «zona arenosa, llana, cenagosa, baldía» o «vasta región de arena desnuda y abrasadora; aldeas, pocas y alejadas entre sí y bosques de abetos raquíticos...». Partiendo de bases tan pobres, los Hohenzollern crearon allí un poderoso reino que se enfrentó a grandes alianzas impotentes para cortar las alas al águila prusiana.
La clave, según sus defensores, fue el trabajo, la administración austera, honesta y eficaz, la educación nacional avanzada (el país más alfabetizado del mundo en el siglo XIX), un código civil moderno y progresista, los políticos desinteresados, la tolerancia religiosa e ideológica, un ejército nacional disciplinado y bien adiestrado, una moderna escuela de guerra... Con esos mimbres Federico II y sus sucesores convirtieron Prusia en el reino germano más poderoso, cosecharon victorias militares asombrosas y unificaron Alemania.
Sus detractores sólo ven autoritarismo, servilismo, militarismo, «pestilencia recurrente» (Chur-chill), caldo de cultivo para la muerte de la democracia y el triunfo del nazismo. Tal opinión, dominante entre los vencedores de la II Guerra Mundial, provocó la Ley nº 46 del Consejo de Control Aliado (25/2/ 1947) por la que «El estado prusiano, junto con su Gobierno central y todos sus organismos, queda abolido». En adelante, Prusia sólo perviviría en la Historia, como Cartago o Esparta.
Convirtieron a Prusia en un chivo expiatorio apropiado para explicar la I y II Guerras Mundiales. En 1947 era cómodo decir: «Prusia fue la perdición de la Alemania Moderna y de la Historia Europea» porque buena parte de su territorio ya formaba parte de Polonia; su núcleo original –Brandemburgo– y territorios limítrofes constituían la Alemania del Este, bajo ocupación soviética, y en los territorios del Oeste, administrados por EE UU, Gran Bretaña y Francia, nadie se erigiría en defensor del cadáver e, incluso, a la mayoría de los alemanes les interesaba, sacudiéndose así las responsabilidades nazis que pudieran corresponderles.

Barrer de un plumazo

Siete décadas después, Chris Topher Clark, un historiador australiano profesor en Cambridge, ha publicado «El reino de hierro. Auge y caída de Prusia. 1600-1747» (La Esfera de los libros, Madrid, 2016), un libro tan bien documentado como valiente, que desmonta la falacia sobre la que se basó la erradicación de Prusia del mapa de las naciones. Uno de los caballos de batalla de Clark en esta obra es que «Prusia era un estado europeo mucho antes de que se convirtiera en un estado alemán. Alemania no fue una realización de Prusia, sino su ruina».
En el ocaso medieval, Brandemburgo era una región inhóspita, cuyas tierras apenas producían una cosecha cada cinco años, carecía de fronteras naturales, de materias primas explotables, de acceso al mar..., pero contaba con algo que la hacía codiciable: su señor era uno de los siete electores del emperador del Sacro Imperio romano germánico. En 1417, el Emperador Segismundo se lo vendió a Federico Hohenzollern, señor de Núremberg, agradeciéndole los servicios prestados en sus guerras contra los turcos y en su consagración imperial.
Durante los dos siglos siguientes, los margraves (marqueses) de Brandemburgo acrecentaron sus posesiones con matrimonios y alianzas, gobernándolas desde Berlín, una pequeña ciudad con apenas diez mil habitantes, pronto sustituida por Königsberg, histórica ciudad báltica que fue capital entre 1525 y 1701.
Personaje determinante entre los Hohenzollern fue Federico Guillermo (1620-1688), al que su bisnieto, Federico El Grande, atribuía las «sólidas bases del reinado»: sometió a los estados, que se consideraban súbditos del elector pero sin vínculos entre ellos, generalizó los impuestos, pacificó a los bandos religiosos y fundó de un ejército permanente, eliminando las milicias. En su lecho de muerte decía: «Todos conocen el desorden del país cuando comencé mi reinado. Lo he mejorado con la ayuda de Dios. Hoy soy respetado por mis amigos y temido por mis enemigos».
Su hijo Federico III (1657-1688) aprovechó la situación internacional y su madurez administrativa y para pasar de margrave (1688-1701) a rey de Prusia (1701-1713), con el nombre de Federico I, reconociéndole el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y de Austria a cambio de su apoyo militar en la guerra de Sucesión de España, en favor de las pretensiones del archiduque Carlos y en contra de los intereses de Felipe V. La Historia le recuerda por la conversión del margravato en reino por el nombre de Prusia, originario de una nación báltica, vecina a Lituania y ya desaparecida; por el establecimiento de Berlín como capital y por el boato de su corte, lo que contribuyó a su prestigio internacional.

«El rey sargento»

Su heredero, Federico Guillermo I (1688-1740), fue todo lo contrario: en vez de afable, brusco y desabrido; en vez de generoso, avaro; en vez de derrochador, administrador estricto; en vez de disfrutar con artes y letras, sólo era feliz con el ejército, al que llevó de 40.000 a 80.000 hombres, procedentes de reclutamiento obligatorio. Le llamaron «El rey sargento», y le ha sobrevivido su fama de violento y melancólico, pero fue, también, el artífice de la reforma agraria y del saneamiento de 65.000 hectáreas de marismas, de la supresión de los privilegios fiscales nobiliarios, de una administración eficaz y honesta. Se le recuerda por su ejército, tan desproporcionado como bien adiestrado y mandado, pero se olvida que durante su reinado Prusia no acometió aventuras exteriores y que se dedicó a crear las estructuras sobre las que se desarrollaría el país.
Uno de los «culebrones» en la joven Prusia fueron las relaciones entre el rey y su heredero, el príncipe Federico (1712-1786). Al rey Sargento le enfurecía que su hijo se cayera continuamente del caballo o temblara ante el fuego de la mosquetería y que sólo le interesara la poesía, la literatura francesa y la música; que en vez de cultivar la esgrima dedicara horas a tocar la flauta o que le atrajeran más los guapos oficiales de la guardia que las muchachas de palacio. Combatió tales inclinaciones a bofetadas y, ante un intento de abandonar clandestinamente Prusia, le metió en la cárcel y le obligó a contemplar la decapitación de su cómplice.
No podía imaginar que aquella calamidad de hijo fuera a convertirse en el Marte del siglo XVIII, vencedor en las dos guerras de Silesia y artífice de un milagroso acuerdo en la Guerra de los Siete Años; sus victorias admiraron al propio Napoleón, aunque a él le complaciera más el sobrenombre de rey Filósofo y la lisonja que le dedicó el gran filósofo Immanuel Kant, su compatriota y contemporáneo: «La era de la ilustración» es sinónimo de «la era de Federico». Pero la Historia le recuerda como el caudillo del gran ejército de la época con el que duplicó la extensión de Prusia convirtiéndola en el primero de los estados alemanes. Y sería su victoria en Silesia el gran argumento para calificar Prusia de estado agresor, olvidando interesadamente que ése era el signo de los tiempos: como Austria en los Balcanes, Inglaterra en Gibraltar, Francia en Bélgica, las potencias coloniales en la destrucción de reinos africanos y asiáticos para apoderarse de sus territorios y recursos, Rusia en Polonia, Estados Unidos en México y en los territorios de los pieles rojas. Tras las guerras napoleónicas se encerró a Bonaparte en Santa Helena, pero no se produjo el disparate de abolir Francia, como se hizo con Prusia en 1947.

El taconeo de los oficiales dandies

La identificación de Prusia y nazismo se corresponde más con los prejuicios que con los hechos. El premier británico, Churchill, hablaba del «terrible ataque de la máquina de guerra nazi con sus oficiales prusianos, esos dandies con sus sonidos metálicos y su taconeo»; su segundo, Atlee, opinaba que «el verdadero elemento agresivo de la sociedad alemana eran los junkers prusianos». Pero Prusia tenía el más democrático de los «landtag» (parlamento), pero fue disuelto por los nazis con el apoyo conservador. La cúpula dirigente nazi no era prusiana. Tampoco lo eran los militares. Hitler odiaba a los junkers (nobleza terrateniente prusiana) y a sus generales. Y si se unieron al nazismo esperando la recuperación alemana y la revancha de 1918, también fueron los más comprometidos en el atentado de Von Stauffenberg (1944), eliminado en las represalias consiguientes, lo mismo que los generales Witzleben, Olbricht, Fromm, Fellgiebel y muchos otros prusianos, encabezados por medio centenar de junkers.