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¿Qué distinguía a Stefan Zweig de Tolstoi?

El suicidio del escritor austríaco en Brasil, sumido en la depresión, fue el reverso del estoicismo del gran novelista ruso, al que admiraba
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El suicidio del escritor austríaco en Brasil, sumido en la depresión, fue el reverso del estoicismo del gran novelista ruso, al que admiraba
El próximo día 22 de febrero se cumplen setenta y cinco años del suicidio del célebre escritor austríaco Stefan Zweig. La imagen de su cadáver sudoroso y el de su segunda esposa polaca Charlotte (Lotte) Altmann, tendidos sobre dos sencillas camas en el dormitorio de su casa en la histórica villa brasileña de Petrópolis, a casi setenta kilómetros de Río de Janeiro, simboliza la decadencia de Europa y la impotencia del hombre. La tétrica fotografía nos muestra al escritor en camisa de manga corta con una corbata oscura cabalmente anudada para su cita con la muerte; y a Lotte, recostada sobre su hombro izquierdo y embutida en un discreto kimono. A la derecha de la pareja inerte, vemos en el macabro encuadre una mesita de noche con tapete, sobre la cual reposa un pequeño flexo, una servilleta arrugada, tres monedas, una caja de cerillas y un vaso y una botella vacías. Parece una imagen dadaísta.
Y nos preguntamos: ¿Qué poderosa razón impulsó a Stefan Zweig a poner fin a su vida con sesenta años? El psiquiatra brasileño Claudio de Araújo nos proporciona una valiosa pista en su imprescindible libro «Ascensión y caída de Stefan Zweig», publicado sólo dos meses después de la inmolación. De temperamento ciclotímico, Zweig padecía una profunda depresión durante su exilio brasileño, agravada por la mala costumbre de automedicarse con barbitúricos para combatir su insomnio crónico. De hecho, poco antes de suicidarse había compartido con unos amigos la fuerte melancolía que invadía su espíritu. «Simple accidente –escribe Araújo, a modo de “autopsia psiquiátrica” de su muerte– que, quizá, se hubiese podido evitar si cerca de él hubiese existido alguien capaz de interpretar menos poéticamente el estado enfermizo de su espíritu».
Alguien que le hubiese impedido, en efecto, cometer semejante locura con oportunos consejos. ¿Tal vez León Tolstoi, aunque ya estuviese muerto...? Advirtamos que el escritor austríaco visitó por primera y última vez en su vida la URSS, en septiembre de 1928, para participar precisamente en los actos conmemorativos del centenario del nacimiento de Tolstoi. «No he visto en Rusia –consignó luego Zweig– nada más grandioso e impresionante que la tumba de Tolstoi». Sepultado bajo un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, sin cruz, ni lápida, ni inscripción, y ni siquiera su nombre: Tolstoi. «El gran hombre –se lamentaba Zweig– está enterrado en el anonimato; el que sufría como ninguno bajo el peso de su nombre y fama, enterrado como cualquier vagabundo hallado por casualidad».
Nuestro infortunado protagonista admiraba al príncipe ruso de las letras. Sabemos incluso que releyó alguno de sus libros en el ocaso de su vida. Pero no debió consultar de nuevo «Confesión», a juzgar por su decisión fatal. «Mi vida –se quejaba al principio el autor de Guerra y Paz– es una broma estúpida y cruel que alguien me ha gastado». Su profunda desazón, tras recorrer infructuosamente los bosques del conocimiento humano (ciencias, filosofía y artes) en busca de una explicación a su existencia, a punto estuvo de conducir a Tolstoi inexorablemente hacia el suicidio, como a Zweig, en el cenit de su vida, cuando ya era rico y célebre en todo el mundo.
Una antigua fábula oriental cuenta la odisea de un viajero amenazado en la estepa por una bestia furibunda. Para escapar de ella, el hombre salta a un pozo y logra agarrarse a las ramas de un arbusto salvaje que crece entre las grietas. Pero los brazos empiezan a debilitarse y él sabe que en algún momento caerá al abismo de la muerte. Mientras se aferra a la vida, repara en que dos ratones comienzan a roer el tronco, y sabe que su destino le conducirá finalmente hasta las fauces del dragón. Entre tanto, el hombre se consuela lamiendo las gotas de miel que halla sobre las hojas del arbusto. Pero pronto esa sensación dulce y placentera, propia del epicúreo, se transforma en un amargo regusto incapaz ya de distraerle de su trágico destino: el dragón de la muerte.
La razón llevó a Tolstoi, como a Zweig, a concluir que la vida era absurda. Sólo cuando Tolstoi empezó a mirar hacia arriba, mientras permanecía suspendido de las ramas de la vida, logró liberarse del miedo. Sobre su cabeza halló entonces el sustento de una robusta columna. Ese pilar salvador no era otro que la fe en Dios; o como la definía el propio Tolstoi: «El conocimiento del sentido de la vida humana, gracias al cual el hombre no se aniquila, sino que vive». La convicción que le faltó a Zweig.
Stefan Zweig dejó escrita una hoja antes de poner fin a su vida en Persépolis. En el manuscrito explica que se despide de este mundo «de propia voluntad y con la mente clara». «Cada día –manifiesta– he aprendido a amar más este país, y no habría reconstruido mi vida en ningún otro lugar después de que el mundo de mi propio lenguaje se hundiese y se perdiese para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyese a sí misma». Y concluye así: «Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal. Su más preciada posesión en esta tierra».
@JMZavalaOficial

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