¿Quién teme al desnudo feroz?
La decisión de varios medios de comunicación norteamericanos de borrar los genitales y los pechos del «Desnudo acostado» de Modigliani revive el fantasma de la censura y el debate sobre el arte.
Del exceso a la censura, del «todo vale» a la mojigatería más absurda e intolerable. La sociedad contemporánea vive en una incurable esquizofrenia que la convierte por momentos en incomprensible. El último episodio de esta bipolaridad ha entrado por (des)méritos propios en las páginas negras de la cultura visual: al día siguiente de ser comprado por un magnate chino por 170 millones de dólares, el «Nu couché» («Desnudo acostado»), de Amedeo Modigliani, redobla su actualidad al ser víctima de un cutre ejercicio de «ocultamiento parcial»: algunos medios de comunicación como «Financial Times», CNBC o Bloomberg TV han reproducido la imagen del cotizado desnudo femenino con sus pezones y genitales borrados. Resulta curioso que plataformas informativas como éstas, que diariamente ponen en circulación cientos de imágenes en las que la muerte, la devastación natural y la violencia terrorista copan no pocas de sus portadas y titulares, se sientan, de repente, intimidadas por los posibles efectos turbadores causados por un desnudo pintado en 1917, a manos de un artista como Modigliani, cuya obra no se caracteriza precisamente por una estética frontal y excesiva. Influido por Cezanne, por el periodo azul de Picasso y por el elegante secesionismo de Klimt, Modigliani se puede calificar como uno de los artistas más fuertemente estilizados y amables de las vanguardias. No es que su pintura hiera; es que acaricia la mirada. De ahí el estupor causado por esta «rectificación moralizante» de un cuadro como «Nu couché», la cual, lejos de suponer una anécdota, incide en una tendencia actual cada vez más participada por instituciones de todo tipo: el renovado terror ante el desnudo.
Desde que Miguel Ángel proveyera de generosos atributos sexuales a los hercúleos cuerpos de la Capilla Sixtina y Daniele da Volterra –tristemente conocido como «Il Braghettone»– ocultara con su pincel los genitales de las figuras que componen el célebre «El Juicio Final», la historia del arte ha mantenido una relación con el desnudo algo ambivalente. La mayor parte de los que, a día de hoy, lucen en los más prestigiosos museos del mundo poseen un móvil religioso y mitológico. Cuando cualquier artista poblaba sus composiciones de mujeres y hombres desnudos sabía que todo ese despliegue carnal tenía una legitimidad y que, de una manera efectiva, el hecho mismo de la desnudez quedaba relegado a un segundo plano por el peso e importancia de la historia que lo «vestía». Pero he aquí que, en 1865, Édouard Manet exhibe en el Salon des Refusés de París su célebre «Olympia». Pese a que su postura reclinada, mirando fijamente al espectador, replica con una cuidadosa fidelidad la iconografía de la «Venus de Urbino», de Tiziano, la sociedad parisina del momento reaccionó con furor y estrépito ante ese desnudo que consideró sucio y obsceno. ¿Qué vieron los espectadores del Salón para que una pose tan familiar resultase tan sumamente indecorosa? Lo que vieron fue «nada más» que un desnudo. No había cobertura mitológica ni religiosa, ningún relato que explicase la exposición descarada de aquel cuerpo femenino. Venus ya no estaba, y, en su lugar, la alta sociedad del momento reconoció a una célebre modelo, cuyos encantos se convirtieron de inmediato en asunto público.
Un año más tarde, en 1866, este tránsito del «desnudo narrativo» al «desnudo contemplativo» conoció otro de sus hitos más sonados: el cuadro de pequeño formato «El origen del mundo», de Gustave Courbet. Esta pieza, en la que un sexo femenino en plano detalle e invadiendo prácticamente el campo escópico del espectador es el único motivo representado, codifica un modelo de desnudez en el arte que, todavía hoy, no ha terminado de digerirse. Duchamp se aprovechó de esta «mala digestión» para, en su trabajo póstumo, «Étant donnés» (1946-1966), revigorizar la imagen de aquel sexo femenino palpitante. De hecho, cuando, un año después de su muerte (1969), la obra se exhibió por primera vez al público en el Philadelphia Museum, las primeras reacciones del público fueron las de rechazo de tal instalación bajo el argumento de que se trataba directamente de una obra pornográfica.
Con todo ello, no se puede establecer una relación de equivalencia entre el «caso Courbet» y el «caso Modigliani». Aunque «El origen del mundo» y «Nu couché» están fuera de cualquier amparo narrativo y pertenecen a esa modalidad referida de lo puramente contemplativo, la obra del artista italiano es de una contención y amabilidad que nada tiene que ver con el tono agresivo de Courbet. ¿Por qué entonces la censura por parte de algunos medios? Para encontrar una respuesta a esto hay que ampliar el contexto del presente e incorporar un factor clave que está modelando notablemente la sensibilidad del individuo contemporáneo: el histerismo mostrado por la red social Facebook ante todo aquello sospechoso de transgredir mínimamente el perímetro de lo decoroso.
En 2013, el perfil del Jeu de Pomme parisino fue cerrado durante 24 horas por Facebook por publicar la fotografía «Etude du nu» (1940), de la fotógrafa Laure Albin Guillot. La imagen se volvió a colgar en el muro pero con un faldón negro cubriendo el seno de la modelo. La casuística no acaba aquí, ya que esta misma historia se ha repetido en términos similares con el ya mencionado «El origen del mundo», de Courbet; con la fotografía de un trasero de Robert Mappplethorpe que el grupo Scissor Sisters utilizó para la promoción del álbum editado en 2010; con un desnudo de Gerhard Richter subido a su perfil por el Pompidou; e, incluso, con los relieves medievales de la Colegiata de San Pedro Cervatos. Ante las críticas recibidas, un representante de Facebook espetó que resulta difícil distinguir entre arte y pornografía. Lo cual, habida cuenta de los casos mencionados, no puede sino provocar una carcajada, puesto que, en la mayoría de los casos, la distinción entre el arte y la pornografía es nítida e incontrovertible, y el único solapamiento o confusión que puede existir entre ambos es la propia incultura y el desconocimiento de la historia del arte más elemental por parte de la marca norteamericana. El propio Facebook reconoce que la política que pretenden seguir consiste en la aplicación de criterios sencillos y uniformes. Y, claro está, la «sencillez» y la «uniformidad», pasados por el filtro de la ignorancia y del maniqueísmo, les lleva a concluir que todo desnudo es punible, con independencia de su procedencia y motivación. De hecho, tan sumamente controvertido resultaba este sistema «sencillo» de enjuiciamiento que Facebook se ha visto obligado a matizar sus reglas de uso: «se eliminarán –afirman al respecto de los desnudos– fotografías de genitales y las que se centren en las nalgas. También restringiremos algunas imágenes de pechos femeninos incluidas aquellas con pezones. Aunque se permitirán las imágenes de mujeres que demuestren su vinculación con movimientos que abogan por la lactancia o las que reproduzcan pinturas y esculturas basadas en el desnudo».
La excepcionalidad que se otorga en este párrafo al desnudo artístico no tiene que tener un reflejo real en el funcionamiento diario cuando Facebook sigue funcionando como un auténtico Savonarola contemporáneo y –lo que es todavía peor– su «canon moral» ha calado en la línea editorial de algunos medios influyentes.