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Régis Debray: «Hay un nuevo progresismo inventado»

Después de presenciar algunos de los acontecimientos más importantes del siglo XX, presentó ayer su libro «Elogio de las fronteras» en la Feria del Libro de Madrid
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Después de presenciar algunos de los acontecimientos más importantes del siglo XX, presentó ayer su libro «Elogio de las fronteras» en la Feria del Libro de Madrid
El autor de «Elogio de las fronteras» (Gedisa) asegura que los que no quieren hoy oír hablar de éstas «están condenados a construir muros». Régis Debray, un «niño bien» del París de los años 50, pasó a ser testigo clave de las revoluciones en Latinoamérica. Comenzó participando en una campaña de alfabetización en la Cuba de 1961, acabó instalándose en 1965 cerca de Fidel Castro y pasó a enrolarse en las filas del Che Guevara con el objetivo de exportar a Bolivia la revolución castrista. La aventura se terminó tras ser detenido en 1967 y condenado a treinta años de prisión. La pena duró cuatro años. Colaboró con el matrimonio Klarsfeld en el secuestro del nazi Claus Barbie para llevarlo a Francia y que fuera juzgado. De vuelta a París fue acogido por Yves Montad y Simone Signoret, con los que compartió casa durante diez años. Fue consejero de François Mitterrand. Hoy dirige el Instituto Europeo de Ciencias de las Religiones.
–¿Por qué ese apego a las fronteras en un mundo condenado a la globalización?
–No soy un maniaco de las fronteras y, menos aún, un defensor del nacionalismo. En Europa es considerado como algo supuestamente reaccionario, retrógrado. Pero lo que constato recorriendo el mundo es muy simple, en un momento en el que todas las asociaciones se declaran «sin fronteras» hemos trazado más que nunca: 22.000 kilómetros en los últimos diez años. Ese divorcio, esa tontería, me parece cómica, o más bien diría trágica. En mi libro he querido profundizar en la contradicción entre el «sin fronteras» de Occidente y la resurrección de fronteras por todas partes, en el por qué la «intelligentsia» las rechaza.
–Ese deseo de fronteras que surge en otros lugares, pero que también vemos surgir en algunos sitios de Europa, incluso en España con el caso de Cataluña, ¿es a su juicio positivo o un repliegue sobre sí mismo?
–Yo no hago juicio de valor y menos aún sobre lo que pasa en España. Simplemente constato que la globalización tecno-económica provoca una «balcanización» político-cultural. Y punto. No hay ninguna contradicción entre globalización y la fragmentación del mundo.
–¿Cuál debe ser el fundamento común para que un pueblo permanezca unido en los límites de una nación?
–Es necesaria una memoria común y una representación imaginaria colectiva. El hiper-individualismo es una centrifugadora, el reino del «sálvese quien pueda », que puede hacer que se desintegre la comunidad nacional.
–Tampoco Francia escapa al maleficio, a la suerte generalizada de la etnización de las luchas políticas (judíos contra musulmanes, turcos contra argelinos, viejos cristianos contra evangelistas) y el resurgimiento de los colectivos (de mujeres, gays, bretones, etc).
–Lo que hace Francia es buscar un principio sinfónico que llamamos laicidad. Pero la laicidad, siendo una noción capital e indispensable para la paz civil, es una definición demasiado seca para poder colmar los corazones y el imaginario colectivo.
–En 1967 fue designado por el «comandante Barbarroja» para servir de enlace entre el Che Guevara y los países vecinos, pero la misión quedó truncada por su detención. ¿Qué recuerdo guarda del Che?
–He intentado hacer un retrato de él en un libro que se llama «Alabados sean nuestros señores». Yo diría, por resumirlo en unas palabras: rectitud, integridad, rigor, en todos los sentidos de la palabra, y, ciertamente, un místico en política. La política a veces necesita místicos.
–Le reprochan que no condene el castrismo. ¿Es indulgencia hacia el antiguo amigo o hacia su acción?
–Quien me lo reprocha es un joven periodista de «Le Figaro» que no ha vivido nada, ni conoce nada de los años de los que hablo. No me interesa su opinión porque no es representativa, salvo de un pequeño círculo reaccionario. Además, no me gusta la gente que escupe sobre su pasado. Yo digo simplemente que el Fidel Castro que yo conocí hace ahora 50 años, exactamente en 1966, ese Fidel Castro no se corresponde para nada con la imagen estereotipada que se hace de él hoy en Europa.
–¿Cómo ve a los indignados?
–Yo los miro con mucha simpatía. Stephane Hessel, un gran resistente francés que lanzó ese movimiento con su pequeño libro «Indignez vous» («Indignaos», en español), era un amigo cercano. Estoy contento de ver que sus palabras no cayeron en el vacío. Dicho esto, aparte de la simpatía o no, la política española sólo incumbe a los españoles y yo no soy quién para juzgarla.
–Recientemente decía usted que el trazo más flagrante de la mentalidad actual es que hoy nadie confía en nadie. ¿Lo piensa realmente?
–Sí, hay una crisis de la esperanza universalista, porque el mundo se fragmenta, el progreso técnico ya no es un progreso moral, y estamos lejos de las promesas del Siglo de las Luces. Hay un nuevo progresismo inventado, es una vasta cuestión.

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