«Reza por mí a la Virgen del Carmen»
José María Zavala investiga en «Los expedientes secretos de la Guerra Civil» 191 documentos desconocidos hasta ahora para arrojar luz sobre las muertes violentas de figuras claves del enfrentamiento español.
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José María Zavala investiga en «Los expedientes secretos de la Guerra Civil» 191 documentos desconocidos hasta ahora para arrojar luz sobre las muertes violentas de figuras claves del enfrentamiento español.
¿Quién iba a pensar que el poeta y miliciano Miguel Hernández Gilabert (1910-1942), convertido por la propaganda guerracivilista en todo un mito del laicismo, llegaría a proclamarse admirador de Fray Luis de León y a componer nada menos que un auto sacramental –titulado «Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras»–, la más sublime manifestación literaria de la fe religiosa? En mi nuevo libro, «Los expedientes secretos de la Guerra Civil» (Espasa Calpe), una investigación exhaustiva con 191 documentos desconocidos que arrojan luces sobre las muertes violentas de Durruti, Lorca, Andreu Nin, José Antonio Primo de Rivera o Calvo Sotelo, dedico también un extenso capítulo al protagonista de estas líneas. Nadie ecuánime puede negar hoy las raíces cristianas de Miguel Hernández desde su más tierna infancia. Sus padres, católicos ambos, lo matricularon en las Escuelas del Ave María, fundadas por el sacerdote, jurista y pedagogo Andrés Manjón y Manjón, donde aprendió a leer y escribir.
Misas en casa
Con razón, Manuel Molina, paisano de Miguel, aseguraba que en Orihuela, «por tradición, se nace creyendo en Dios, y que todo oriolano –no todo buen oriolano– se da por descontado que cree en Dios. No se da el ateísmo en Orihuela». Al menos eso sucedía antes entre sus habitantes; incluido Miguel, que con sólo once años sabía recitar ya el Catecismo de memoria y hasta algunas páginas del Antiguo Testamento. Los padres Navarro e Isla estaban sorprendidos por la capacidad de aprendizaje de su intrépido alumno, que los domingos hacía de monaguillo y jugaba luego con su hermana Encarna a celebrar misas en casa.
Con trece años, ingresó como alumno externo en el Colegio de Santo Domingo para cursar el preparatorio de bachillerato. Terminó el curso con sobresaliente en todas las asignaturas. Su acrisolado expediente reflejaba, además de su excelente aplicación, un innegable fervor religioso. Pero, por causas familiares ajenas a su voluntad, abandonó los estudios en marzo de 1925. Su padre le conminó a dedicarse entonces al pastoreo y al reparto domiciliario de leche.Entre tanto, su amistad con Ramón Sijé, a quien había conocido en las aulas del Colegio de Santo Domingo y al que dedicaría luego su célebre elegía, resultaba decisiva para profundizar poco a poco en el sentido religioso de su vida.
Versos a la Virgen
Al influjo de Ramón Sijé se sumó la relación de Miguel con Luis Almarcha, ordenado sacerdote con dispensa eclesiástica el mismo año en que nació el poeta. Doctor en Derecho Canónico por la Universidad Gregoriana de Roma, Almarcha impulsó entonces la reparación artística de la Catedral de Orihuela. En su biblioteca tuvo oportunidad Miguel de devorar las obras principales de San Juan de la Cruz y de Fray Luis de León, así como las de Virgilio, Verlaine o Gabriel Miró. Fruto de sus lecturas, y de la influencia de Sijé y de Almarcha, fueron los poemas juveniles de Miguel publicados en revistas y periódicos de su tierra alicantina.
Al poema titulado «Plegaria», aparecido en 1930, siguieron «Fuente y María», el tríptico de sonetos «A María Santísima», «Eclipse celestial», «La morada amarilla», «Silencio divino» y «Mar y Dios», incluidos todos ellos en su «Obra poética completa» presentada por Leopoldo Urrutia; por no hablar del poema «Eucaristía», publicado en el periódico «El Día».
Miguel sentía ya entonces cierta predilección por la Virgen María, a juzgar por estos versos suyos, compuestos a modo de plegaria mariana: «Ventana para el Sol –¡qué solo!– abierta:/sin alterar la vidriera pura,/la Luz pasó el umbral de la clausura/ y no forzó ni el sello ni la puerta./ [...] Justo anillo su vientre de lo Justo,/ quedó, como antes, virgen retraimiento,/ abultándole Dios seno y ombligo./ No se abrió para abrirse: dio en un susto,/ nueve meses sustento del Sustento,/ honor al barro y a la paja trigo».
Con 24 años, conoció al también poeta Enrique Azcoaga, recién llegado a Madrid. Éste le propuso que colaborase con él en las Misiones Pedagógicas, y él aceptó de mil amores. El propio Azcoaga relató en varias ocasiones cómo Miguel, al entrar en la cátedra de Fray Luis de León durante una estancia en Salamanca, se echó al suelo para besar con arrebato las mismas piedras que debió de pisar el gran místico cuatro siglos antes.Su paulatino distanciamiento de Dios, influenciado por el poeta chileno Pablo Neruda, según el también poeta alicantino Vicente Mojica y otros autores, coincidió con su marcado anticlericalismo durante la guerra y la posguerra, hasta poco antes de rendir su alma ante el Altísimo. Mojica señalaba, certero, que Miguel llegó a identificar en aquellos días convulsos Iglesia y religión con capital y explotación del obrero, mostrando una actitud anticlerical pero en modo alguno antirreligiosa. Matiz muy significativo. En una ocasión, desde la línea enemiga, un soldado de Franco le recriminó que estaba combatiendo contra la religión, a lo que él replicó rotundo que aquello no era cierto: luchaba únicamente contra sus mercaderes, contra quienes la deformaban y atropellaban en su nombre.
La reconciliación
Pese a que la niebla y la humareda de la Guerra Civil le impidiesen ver a Dios, Miguel experimentó contados momentos de lucidez espiritual. Una mentalidad antirreligiosa no hubiese protagonizado esta anécdota que evocaba su viuda, Josefina Manresa. Una de las primas de su padre era monja y deseaba que la guerra terminase cuanto antes para regresar al convento de Orihuela. Cuando ella le dijo a Miguel que era monja, le hizo mucha gracia y en algunas cartas le enviaba besos para la religiosa. Concluida la guerra, mientras estaba en la cárcel y daba por hecho que la hermana había vuelto ya al convento, Miguel seguía aún escribiéndole: «Besos para la monja donde haya ido a parar».
Desalentado durante su periplo carcelario, Miguel pedía a su esposa en alguna carta que rezase a la Virgen del Carmen a ver si salía pronto; o bien se dirigía a Lola, la hermana de Sijé, rogándole que orasen ella y su madre para que todo se arreglase y lo liberasen cuanto antes. Hasta que no exhaló su último suspiro, debió de sufrir un auténtico calvario, trasladado a la Enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante el día 1 de diciembre de 1941, como consecuencia del agravamiento de su enfermedad. Temiendo ya antes por su vida, el futuro obispo de León, Luis Almarcha Hernández, a quien el propio Miguel había solicitado ayuda desde la cárcel, había cursado el día 2 de octubre esta desconocida nota a su amigo Gaspar Blanquer: «D. Vicente Dimas, cura de El Alted y profesor de instituto, tiene el encargo de visitar al recluso Miguel Hernández, de parte mía, pues tengo interés en no abandonar a este joven».
¿Qué pretendía decir el canónigo Almarcha con «no abandonar a este joven»? Ni más ni menos que el sacerdote estaba dispuesto a poner todos los medios humanos a su alcance, incluidos los espirituales, para que Miguel retornase a la fe de Cristo. El padre Dimas cumplió su encargo. Miguel no aceptó que le confesara, pero mantuvo con él una conversación cordial. Entre tanto, el canónigo Almarcha seguía sin darse por vencido. Visitó así en la prisión a Miguel, acompañado de Gabriel Sijé y del profesor Fantuchi, pero el recluso prefirió charlar a solas con el sacerdote.
El capellán de la cárcel prodigó sus visitas al recluso enfermo, animándole a ponerse en paz con Dios y a celebrar su matrimonio eclesiástico con Josefina Manresa, con quien se había casado por lo civil el 9 de marzo de 1937, en Orihuela. Miguel accedió al matrimonio canónico y a su confesión previa con el capellán Salvador Pérez Lledó, el mismo que ofició luego la ceremonia en la enfermería. El día de su muerte, acaecida poco después, el 28 de marzo de 1942, el oficial de la enfermería comunicó la defunción al jefe de Servicios, deslizando esta reveladora frase extraída ahora del expediente carcelario del poeta: «Ha recibido los auxilios espirituales». ¿Se administró, pues, al moribundo Miguel Hernández, de 31 años, el sacramento de la Unción de Enfermos de manos del mismo capellán que le había confesado justo antes de casarle por la Iglesia? Todo parece indicar que así fue...