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Rosenberg: el renglón torcido de Hitler

larazon

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Se editan por primera vez en español los diarios del hombre al que Hitler llamaba el «Padre de la Iglesia nacionalsocialista». Fue un ideólogo feroz y un jerarca resentido que dejó constancia de todo.
Es irónico que el gran ideólogo del nacionalsocialismo cometiera errores gramaticales y ortográficos en sus diarios. Así era Alfred Rosenberg, un estonio de Tallin, nacido en enero de 1893. Estudió arquitectura en Riga y en Moscú, y llegó a Alemania en 1918, justamente cuando el II Reich era derrotado por los aliados y Guillermo se refugiaba en Holanda. Rosenberg frecuentó pronto los círculos nacionalistas en Múnich, y se dedicó a escribir contra el judaísmo y los comunistas, esos mismos que intentaban hacer la revolución aprovechando la caída de la Monarquía. Enseguida vinculó ambos «enemigos», el bolchevique y el judío, como portadores de las ideas e instituciones que harían caer la civilización: la democracia y el socialismo. Se forjó entonces un aura de intelectual, de ideólogo del nazismo. Hitler, no sin sorna, le llamaba «Padre de la Iglesia del nacionalsocialismo». Y es que no paraba de escribir para darle forma al odio totalitario, aunque era lento y repetitivo. En su primer libro, «La huella del judío a lo largo de la historia» (1920), ya anunciaba: «En el pasado, cuando se arrebataba al judío sus derechos civiles también se le privaba de sus derechos humanos». Luego dio a la imprenta, en los tres siguientes años, títulos similares con la misma idea: el judaísmo era una lacra. Ese celo literario compensó su nula capacidad oratoria, pero le sumó al círculo de confianza de Hitler. Por eso, después del fracaso del golpe de Múnich, el 9 de noviembre de 1923, le encomendó conservar la organización del partido, aunque Rosenberg lo impulsó hacia la legalidad. Si la violencia no permitía hacerse con el poder, habría que hacerlo a través de las elecciones. Tras la salida de Hitler de la cárcel, Rosenberg volvió a lo suyo, a la edición de revistas y libros propagandísticos. Fue entonces cuando escribió su gran best-seller, «El mito del siglo XX» (1930), en el que establecía la dicotomía entre «raza» y «antirraza», alemán y judío, en una contraposición al modo populista de la que sólo se podía salir con la victoria de uno de los dos bandos.
Rosenberg alardeaba de comprender la marcha de la política mundial al haber interpretado el peso del judaísmo, por lo que reclamó la dirección de la política exterior desde 1933. Insistía en que el gran enemigo a batir era Rusia, donde se concentraban los bolcheviques, los eslavos y los judíos. Hitler le nombró director de la Oficina de Asuntos Exteriores y comisionado para la Formación y Educación Doctrinaria Integral, pero nada más, por lo que él se sentía inferior frente a Göring, Ribbentrop –verdadero jefe de la política exterior– y Goebbels –el gran especialista en comunicación–. Hitler, además, alimentaba la competencia entre sus adláteres para mantener la lealtad. Rosenberg sintió la necesidad de reflejar por escrito sus fantasmas, como la envidia, la ambición, la competencia con los otros miembros del círculo del Führer y la necesidad de ordenar sus pensamientos y reforzar su autoestima. Así empezó a escribir un diario en 1934.
Los diarios de Alfred Rosenberg tienen un valor extraordinario porque los principales gerifaltes del nacionalsocialismo, salvo Joseph Goebbels, sólo dejaron notas y agendas frías. Rosenberg, en cambio, se empeñó en la tarea de dejar sus reflexiones acerca de la situación de la Alemania nazi y, especialmente, sobre su propia actuación. Frente a la propaganda oficial que pretendía mostrar a un líder unido a una grey compacta para un objetivo común, los diarios de Goebbels y Rosenberg nos ofrecen perspectivas muy distintas. No son fiel reflejo de la realidad, sino de su mundo mental, mezquino y competitivo, así como de los motivos que les llevaron a cometer los crímenes. La descripción que hace Rosenberg del papel contundente de Hitler en «la noche de los cuchillos largos» (7.VII.1934, pp. 169-176), centrada en la homosexualidad de Röhm y los suyos, y en el supuesto golpe que iban a dar, es sorprendente; tanto como que dijera que «la cuestión del pogromo judío –noche de los cristales rotos– fue perjudicial para el estado» (s.f., 1938, p. 319) porque lo había ordenado Goebbels.
Rosenberg define en sus diarios a sus dos grandes enemigos: Goebbels, al que califica de «foco de pus» (11.III.1939, p. 324) o «lastre moral más pesado del nacionalsocialismo» (p. 318), y Ribbentrop, al que ve como «un tipo realmente idiota» (21.V.1939, p. 331). Del primero envidiaba la rapidez con la que era capaz de elaborar un mensaje eficaz y su capacidad de síntesis, porque Rosenberg era lento. De Ribbentrop no soportaba su imagen aristocrática, y que Hitler le hubiera elegido como su cara internacional.
Enumerar sus «logros»
La autocompasión llena las páginas. Se presenta como un hombre incomprendido, frustrado, que utiliza los diarios como una válvula de escape. Por eso no deja de resaltar sus «logros» en la agenda nacionalsocialista, como la preparación de la invasión de Noruega, el acceso al poder en Rumanía del mariscal Antonescu, el saqueo de bienes culturales de las zonas ocupadas, la expoliación de los judíos, y sobre todo el nombramiento como Ministro para los Territorios Ocupados del Este (la URSS), en una jornada que «pasará a la historia probablemente como un día decisivo» (20.III.1941, p. 461). Era su «oportunidad» en una región que iba desde el Báltico hasta el Caspio, con 30 millones de personas, para realizar el Lebensraum y abastecer a la Wermacht. El exterminio y el robo a cargo de los Einsatzgruppen de las SS fueron sistemáticos. Sin embargo, el fracaso militar en Rusia le hizo perder peso político.
La última anotación la hizo el 3 de diciembre de 1944. Se mostraba cansado y derrotado. «Han podido pescar algunos restos de mi biblioteca de entre los últimos escombros de mi casa», escribió. Leyó a Rilke –«qué mundo tan lejano y a la par estimulante»–. Reconoció que había tenido que ser muy «duro» para «crear un tiempo nuevo», alejando el germanismo del particularismo y del cristianismo. Confesó que no quiso que «El mito del siglo XX» se tradujera al español porque Falange no lo habría defendido. Terminaba su diario diciendo que debía hablar a los oficiales de la Wermatch, que albergaban «ideas excesivamente simples» (p. 609). La derrota estaba clara, pero Rosenberg siguió fiel a Hitler, salvo en la idea de «tierra quemada alemana» en el avance soviético. Consiguió que lo atraparan los aliados, y fue juzgado en Núremberg por crímenes contra la Humanidad, entre otras cosas. No se arrepintió de nada. Siguió escribiendo notas sobre la utopía de la raza, hasta que el 16 de octubre de 1946, tras ser declarado culpable, fue ejecutado.
La edición preparada por Jürgen Matthäus y Frank Bajohr, y publicada por primera vez en España por la editorial Crítica, es magnífica. Contiene los diarios del nazi, que se los llevó a su casa Kempner, un funcionario de los tribunales de Núremberg. Fueron recuperados en 2001 y depositados en el Museo Memorial del Holocausto de Estados Unidos. A los diarios han añadido discursos, memorias y otros documentos clave, casi todos de Rosenberg, que revelan mejor su papel, adaptación y oportunismo, así como la estructura y red de trabajo del régimen nazi.

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