La salud presidencial de los presidentes de EE UU, un secreto de estado
El misterio en torno a la neumonía de Hillary Clinton recuerda a otros casos de líderes estadounidenses que ocultaron sus dolencias para no mostrar debilidad.
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El misterio en torno a la neumonía de Hillary Clinton recuerda a otros casos de líderes estadounidenses que ocultaron sus dolencias para no mostrar debilidad.
«Tiene la fuerza necesaria para afrontar los rigores de una campaña presidencial y, lo que es más importante, la particular exigencia del trabajo como presidente de Estados Unidos». Lo firmaba el jueves en una carta pública Harold N. Bornstein, médico del aspirante Donald Trump (70 años). Después, seguía con toda clase de veneraciones al magnífico y envidiable estado de salud del hombre que le paga. Nunca son demasiados los elogios si se trata de demostrar que uno está hecho un toro; y más si el contrincante en el camino al Despacho Oval flojea más de lo esperado. Como le pasó a la buena de Hillary (68): decimoquinto aniversario del atentado del World Trade Center y un desvanecimiento inoportuno han puesto patas arriba su programa y al país entero preguntándose si de verdad la ex secretaria de Estado está en condiciones de aguantar las exigencias físicas de un cargo en el que ya se veía. La salud como preocupación «number one» de la campaña electoral, más aún con dos figuras algo talluditas.
La culpa esta vez no fue del «cha cha cha» de Gabinete Caligari, sino de una neumonía que, hasta entonces, había permanecido oculta como el mayor de los secretos de Estado. Con el inevitable desmayo en boca del pueblo y la Prensa, no quedó otra que asentir y descansar, y, con ello, las oportunas dosis de rumorología que rodean todo lo que tenga que ver con una posible inquilina de la silla presidencial. Tres días de desconexión y vuelta a la rutina a golpe de James Brown: «I Feel Good» –«Me siento bien–, que quede claro que todo está ok.
¿Por qué estirar el chicle hasta que se rompa? ¿Por qué ocultar una neumonía hasta el desfallecimiento? Cosas de Estados Unidos, la cuna del postureo –el pelazo de Trump puede dar buena fe de ello–. El aparentar es tan importante como las propuestas del programa y cualquier ápice de debilidad es un signo negativo en el recuento electoral. Así que en un país en el que cada candidato a ocupar la casa del poder debe pasar por la más minuciosa de las radiografías hay que creerse perfecto, e intentar que así lo vean los demás. Ni algo tan humano como enfermar está permitido. Cualquier detalle del pasado, presente y posible futuro del individuo debe conocerse al dedillo para corroborar que es el ser indicado para liderar la nación –y, por extensión, el mundo–. Mejor callar que abrirse.
Secretismo
Pero no es una moda que haya implantado Clinton; de siempre, los presidentes norteamericanos han tapado sus problemas de salud como buenamente han podido. JFK, Woodrow Wilson y Roosevelt fueron algunos de los que ocultaron sus debilidades. Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt no pudieron disimular la depresión ni la sordera, respectivamente. Pero sí Reagan, del que se dice que pudo ocultar el alzhéimer durante su mandato. Incluso los hay que se dejaron la vida en el cargo, ocho concretamente. Y es que ser presidente de Estados Unidos desgasta mucho. Basta con enfrentar dos fotos de Obama, una de 2009 y otra de hoy mismo para ver que siete años al frente de la que presume de ser la nación más poderosa del mundo pasan factura.
Buceando en la historia de presidentes y enfermedades ocultas, hay un caso que llama especialmente la atención, el de Groover Cleveland, que gobernó de 1885 a 1889 y de 1893 a 1897. Al poco de ser reelegido se le diagnosticó un cáncer de mandíbula que, cumpliendo con el secretismo, no dudó en esconder. Así que el plan fue el siguiente: pedirse cuatro días libres para «pasar unos fabulosos días de pesca en el yate de un amigo», aunque la realidad era que se embarcó junto a seis cirujanos que durante hora y media le extirparon el tumor, cinco dientes y parte de la mandíbula. Su cara ya no fue la misma, pero el bigote tipo morsa ayudaba a paliar las secuelas.
Pero si hay un hombre que abrió la lata fue William Henry Harrison, plusmarquista a la hora de la brevedad y pionero en morir siendo presidente de EE UU –Zachary Taylor seguiría sus pasos en 1850–. Del 4 de marzo de 1841 al 4 de abril del mismo año, 31 días nada más. Compañero de enfermedad de Hillary Clinton, sólo que el de Virginia contrajo la neumonía durante su toma de posesión. Quiso hacerse el «machito» ante los presentes y obvió enfundarse el abrigo pese a las frías temperaturas que se registraban en Washington. La cosa fue a más y la de William Henry Harrison quedará en la historia como una de las muertes más estúpidas de un presidente de aquel país.
Ya entrados en el siglo XX, en 1913, Woodrow Wilson asumiría un cargo que aguantó durante ocho años. A mitad de su segundo mandato, en octubre de 1919, un derrame cerebral le paralizó el lado izquierdo del cuerpo, además de ocasionarle una ceguera parcial. Pero no se sabría de dicha incapacidad hasta que pasaron varios meses, y, si así fue, es gracias a la ayuda de su esposa Edith, que tomaría gran parte de las decisiones del país desde ese momento. Seleccionaba minuciosamente los eventos importantes para que su marido no se desgastara en demasía, y es que ya antes de ser elegido presidente había sufrido una serie de derrames. Junto al médico personal de Wilson, Edith hizo todo lo posible por no mostrar las debilidades de uno de los presidentes que promovió la 25ª enmienda, que reza así: «En caso de muerte, renuncia o incapacidad del presidente, el vicepresidente asumirá el poder». Sus motivos tenía.
Franklin Delano Roosevelt fue otro amante de la moda del ocultismo. La poliomielitis –infección de las células nerviosas de la columna– le provocó una parálisis que le hacía muy difícil mantenerse de pie. Apenas se levantaba con la ayuda de muletas. Hecho insuficiente para arruinar su carrera, que consiguió llevar con aparente normalidad, evitando a toda costa que se le viera sentado en su silla de ruedas. Intentó de todo para superar sus males, pero nada dio resultado. Hasta fundó un centro de hidroterapia que todavía hoy sigue abierto. Otro de los que murieron con las botas puestas: tras ser una de las piezas clave de la IIGM, y a pocos días de que ésta terminara, Roosevelt pereció por una hemorragia cerebral.
Los ataques cardíacos también tienen cabida en esta lista. Como el de Dwight David Eisenhower en 1955, que no le impidió anunciar su segunda candidatura. El que fuera uno de los estrategas del desembarco de Normandía, además, padecía la enfermedad de Crohn, debido a la cual su sistema inmunitario atacaba su propio intestino, inflamándolo y obligando al señor Eisenhower a controlar su dieta.
«Top secret»
El guapo y deseado John Fitzgerald Kennedy, como todos los mortales, tampoco pudo frenar los achaques. Su imagen de vigor no era más que fachada. Padeció de todo: escarlatina, colitis, malaria... JFK fue un niño enfermizo que creció con problemas de espalda agravados aún más después de que su lancha fuera embestida por un destructor japonés en la IIGM y posibles venéreas. En el 54 le realizarían una delicada operación para estabilizarle la columna y tras la cual hasta llegaron a darle la extremaunción. Todo «top secret». Su trágico final en las calles de Dallas le sumó a la lista negra de presidentes fallecidos durante el mandato.