Si quieres una noticia, sal a la calle a buscarla
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Gay Talese es como Gandhi, alguien a quien todos ensalzan, pero que nadie está dispuesto a imitar. Los gacetilleros de los setenta lo admiraban por sus reportajes; los de hoy, por el trabajo que hacía y que hemos dejado de hacer. Gay Talese ahora, más que un hombre, es casi una superstición, el fantasma que todos juran haber visto y que nadie ha visto; el espectro, que a todos nos asusta, de lo que deberíamos ser y ya no somos. En sus virtudes leemos nuestros defectos y su firma es algo así como el acta notarial de la mala conciencia de este oficio en decadencia que es el periodismo actual, desprestigiado, como inventaba hace poco un fulano, por los «tontulianos» y otras estrellas de mesón. Talese proviene de un periodismo que invertía más en suelas de zapatos que en ordenadores, y que se preocupaba más por contar las historias que sucedían (que no eran otras que esas que le afectaban o le podían interesar a usted, señor lector), y no como ahora, que, como aquel holandés errante de la leyenda, anda vagabundo de aquí para allá, extraviado en ese laberinto de banderías y otras tantas ocupaciones infértiles, que es de donde procede gran parte de la crisis del periodismo, que no es otra cosa que su descrédito. Gay Talese, que es un tipo con estilo, que siempre ha pensado que la elegancia de una prosa comienza por elegir la corbata adecuada, ha terminado siendo como esos profesores de universidad que todos leen en la biblioteca pero que nadie está dispuesto a examinarse con él; uno de esos descendientes de inmigrantes que le dieron a Estados Unidos la dignidad que ahora le pretende arrebatar cierto tuitero; un romántico que aún considera que para escribir un artículo, sacar una noticia, vamos, hay que bajar a la calle, conversar con la gente, hablar con los boxeadores, mezclarse con la mafia, relatar la construcción de un puente (como ha hecho en «El puente», que ahora se publica en España, 50 años después de su versión en inglés), contar la época en la que vive, su época, señor lector, y nada más. La última vez que conversé con Gay Talese, un prenda del FMI, Dominique Strauss-Kahn, se había convertido en el protagonista del día y daba titulares por cierto asunto turbio con la camarera de un hotel.
–¿Sabes cuál es el reportaje? –me preguntó.
–¿Cuál? –Le respondí.
–Pegarte durante un día a una de las chicas que limpian en este hotel. A ver qué encuentras.
Aquella tarde, entré con una sonrisa en la redacción. Pero enseguida me la borró la realidad y ese artículo jamás se escribió. Ahora, según me chivan unos, los jóvenes periodistas leen a Talese a escondidas, de madrugada, no vaya a ser que los vean. El periodismo, quién lo diría, es ya un oficio de furtivos.