«Danzad, malditos»: La dignidad en un paso de baile
Autor: Félix Estaire (a partir de Horace McCoy). Dirección: Alberto Velasco. Intérpretes: R. Pardo, V. Ronda, G. Barrientos, C. del Conde... Naves del Español (Matadero). Hasta el 13 de diciembre de 2015.
Los extenuantes y, muchas veces, humillantes maratones de baile que se organizaban en los tiempos de la Gran Depresión americana son retomados por Félix Estaire como mínima base argumental de «Danzad, Malditos», una libérrima adaptación de la película homónima de Sidney Pollack –basada en un libro de Horace McCoy– que ha sido felizmente recuperada por el Teatro Español tras su fugaz paso por el Frinje. Con este material, el dramaturgo y el director Alberto Velasco han intentado, en un plástico y bonito ejercicio de abstracción, ir más allá de lo concreto y reflexionar sobre la perversión que domina toda suerte de competición cuando se juega con la necesidad y la ilusión de los participantes. La obra se constituye, pues, en una mirada mordaz sobre un modelo competitivo que atañe cada vez más a nuestras vidas y que, demasiadas veces, juega peligrosamente con la idea de hacer a los ganadores personas de primera clase y relegar a los perdedores a un nivel de dignidad inferior; o de «separar –uno de los personajes de la obra– la morralla de la excelencia; la genética prescindible de la imprescindible».
Con este siniestro paradigma como punto de partida y de llegada, «Danzad, malditos» se presenta como un espectáculo de tono melancólico, y aire cabaretero y circense, en el que se dan la mano el teatro, la danza, la música y la «performance»; y en el que, además, esa competición que se censura es puesta en escena de manera real cada día, ya que los personajes, en cada función, pueden resultar al final ganadores o perdedores del maratón de baile en el que participan de acuerdo a los arbitrarios criterios que rigen todo concurso, y que aquí son el dictamen de un presentador, ayudado por los concursantes eliminados, la opinión de un espectador y, por supuesto, y en grandes dosis, el azar.
A crear el sombrío clima que envuelve el escenario en el que se desarrolla la «batalla» –como es calificada la competición por el maestro de ceremonias que interpreta con brillantez Rulo Pardo–, contribuyen de manera impecable la decadente escenografía de Alessio Meloni, el inquietante espacio sonoro y lumínico que crean Mariano Marín y David Picazo y el vestuario inefable de Sara Sánchez. Pero quizá no resultaría todo tan convincente, es ese plano simbólico por el que transita la función, si los actores -con la excepción del mencionado Rulo Pardo, que tiene un papel muy específico- no supeditasen generosamente sus trabajos a una idea interpretativa de grupo que viene casi impuesta por la propia estructura conceptual de la obra.