De espaldas a Buero Vallejo
Apenas dos son los homenajes que se han preparado en el centenario del considerado «mejor autor dramático español de la segunda mitad del XX», que se cumple el jueves. Sobre los escenarios públicos, cero. Triste recuerdo para el autor de «Historia de una escalera»
Apenas dos son los homenajes que se han preparado en el centenario del considerado «mejor autor dramático español de la segunda mitad del XX», que se cumple el jueves. Sobre los escenarios públicos, cero. Triste recuerdo para el autor de «Historia de una escalera»
Iba para dibujante y realizó estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Aquello se le daba francamente bien a Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 1916-Madrid, 2000), como podrá comprobar cualquiera que contemple sus obras –famoso es el retrato que le hizo a Miguel Hernández en la prisión de Conde de Toreno, donde ambos compartieron encierro al finalizar la Guerra Civil– y como atestiguan los responsables de la exposición que estos días dedica la Biblioteca Nacional a esta faceta artística del autor: «Sus dibujos tienen una gran solidez técnica; quien los vea comprobará que están hechos por alguien con mucha mano y con muy buena formación», asegura Carlos Alberdi, director cultural de la BNE.
Curiosamente, esta muestra, que no deja de reflejar una actividad menor de un hombre que puede ser considerado hoy como uno de los autores dramáticos españoles más importantes del siglo XX, es uno de los pocos actos que se están realizando para conmemorar el centenario de su nacimiento. A él habrá que sumar el homenaje que el Instituto Cervantes le dedicará en su sede el próximo jueves día 29, fecha exacta de su aniversario. Y poco más. Aunque parezca increíble, ningún teatro público ha programado en 2016 una sola obra de este espléndido escritor que lanzó un zarpazo al espectador, en plena España de la posguerra, para sacarlo de su letargo, para que reflexionase con sus tragedias sobre la condición humana.
- Gusto paterno
Y quizá fue ese desapacible entorno, en el que tuvo que desenvolverse vitalmente, lo que le hizo dejar los carboncillos y las acuarelas para volcarse con el teatro definitivamente. «Aún no sé a qué atribuir el cambio de los pinceles por la pluma –discurría el escritor sobre sí mismo–. Quizá la tremenda época en que vivimos iba dejando en mí un poso de experiencia personal que parecía requerir, más que la expresión pictórica, la literaria».
Ya desde pequeño, su padre, un ingeniero militar al que definía como «persona muy razonable y con sensibilidad» le había inculcado el gusto por la literatura y el teatro. Acudía con él a cuantos estrenos podía, seducido por las grandes actrices del momento, como Rosario Pino y Leocadia Alba; y devoraba los libros de la biblioteca familiar: Alejandro Dumas, Walter Scott, Julio Verne, Conan Doyle y, sobre todo, H.G. Wells –una «influencia definitiva en su vida– conformaban, junto a catálogos y porfolios de artistas, sus primeras lecturas. Pero fue a los 30 años cuando decidió lanzarse a escribir, si bien ya había compuesto algunos poemas, una premiada narración escolar titulada «El único hombre» y un ensayito, por encargo, acerca de la obra del pintor Gustave Doré. Unos trabajos que él siempre tuvo por poco serios aún.
En 1949 obtiene el Premio Lope de Vega con la «Historia de una escalera», que se estrena ese mismo año con gran éxito en el Teatro Español. De pronto, el espectador veía sobre el escenario un descarnado conflicto que reconocía bien y que le atañía directamente, y unos personajes, los que conforman el vecindario en el que se desarrolla la trama, que parecían interpelar a ese espectador para hacerle pensar sobre sí mismo en relación a la mentira, al egoísmo y a la frustración. «La vida humana es, casi siempre, frustración», reconocería luego el escéptico autor. Aquella obra vino a sacudir inexorablemente un ambientillo teatral imbuido en aquellos años del trivial escapismo que al régimen político le interesaba fomentar.
El aplauso generalizado de «Historia de una escalera» permite a Buero ver estrenada al año siguiente «En la ardiente oscuridad», su primera obra, escrita en 1946 –en esas fechas finalizaba su encarcelamiento de más de seis años por «adhesión a la rebelión»–. En esta ópera prima, puede rastrearse el germen de todas las obsesiones literarias que el escritor desarrollaría luego, de manera más realista o más simbólica, y que básicamente se concentran en una: el desajuste entre la dimensión personal y la dimensión social del individuo o, lo que es lo mismo, la dificultad para que el hombre alcance la plenitud en sociedad.
Durante los años 50 y 60 escribe con asiduidad, a pesar de su reconocida pereza y su escaso disfrute del proceso creativo como tal. «La gente no se lo cree, pero a mí, que soy escritor, no me gusta escribir. Me gustan las cosas ya hechas; pero el tormento de hacerlas es excesivo a veces», admitía en un programa de televisión. No obstante, fueron años fructíferos y los éxitos se sucedieron. Entre las obras más destacadas de aquel tiempo cabe citar «La tejedora de sueños» (1952), con el fantasma de la Guerra Civil como telón de fondo; «Hoy es fiesta» (1956), en cuyo elenco figuraba una actriz, Victoría Rodríguez, que se convertiría en su esposa poco después; «El concierto de san Ovidio» (1962), una lúcida y original reflexión sobre la diferencia de clases, o «El Tragaluz» (1967), una certera exploración de las dos Españas, la de los vencedores y la de los vencidos.
Con influencias de Cervantes, Shakespeare, la tragedia griega, Ibsen, Calderón y Lorca, el teatro de Buero, hondo y crítico con la sociedad, no pudo escapar siempre del férreo control de la censura, por más que se embozara con metáforas y parábolas. Si el público sabía descifrarlas, era de suponer que cualquier interventor también lo haría. Así que el autor tuvo más de un problema con «Aventura en lo gris» (1963), que tardó años en poder estrenar, y con «La doble historia del doctor Valmy» (1968), que sólo pudo verse representada en España una vez que Franco hubo muerto.
Pero mucho antes de eso, los dirigentes del régimen se habían aproximado a él, como el propio escritor recordaría, con la «deshonesta proposición» de comprar su silencio literario. Afortunadamente, no pudieron. La maquinaria teatral que había puesto en marcha el dramaturgo era ya imparable; el público lo sabía y se lo reconocía. «Buero iluminó nuestra realidad de forma más ardiente que otras obras más comprometidas en apariencia, pero que tenían menos verdad», afirmaba el filósofo Eugenio Trías.
- Culpa y libertad
En el ocaso de la dictadura, el autor estrena «La Fundación» (1974), con el sentimiento de culpa y la privación de libertad como temas centrales. Y con la democracia seguirá dando títulos memorables hasta el fin de sus días: «La detonación» (1977), «Diálogo secreto» (1984), «Lázaro en el laberinto» (1986)... La solidez, el arrojo y la riqueza intelectual de su obra le habían hecho merecedor ya de las más altas distinciones: Premio Nacional de las Letras, ingreso en la Academia, Premio Cervantes... Nadie dudaba, cuando falleció en el año 2000, que se había ido el dramaturgo más importante de la segunda mitad del siglo XX. Hoy, sólo 16 años después y en el centenario de su nacimiento, las instituciones apenas se acuerdan de él y los teatros dan la espalda a su obra. En cierta ocasión, en un extraño alarde de optimismo, aquel descreído autor que era Buero Vallejo afirmó que él, como Albert Camus, creía que «en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio». No sé si hoy seguiría pensando lo mismo.