«Fuji Musume» y «Renjishi»: El ajeno Kabuki
Abarrotado de amantes de la cultura japonesa, de miembros o invitados de la embajada nipona en España y, en general, de ilusionados espectadores que no querían desaprovechar la excepcional oportunidad de ver teatro kabuki de calidad sin moverse de Madrid. Así ha recibido el Canal la llegada de la prestigiosa compañía Heisei Nakamuraza para conmemorar el 150º aniversario de la instauración de las relaciones diplomáticas entre España y Japón. El programa doble, que no se hace nada largo a pesar del pausado tempo que rige esta manifestación escénica, consta de dos conocidas y valoradas piezas de fuerte raigambre en el kabuki: «Fuji Musume» y «Renjishi». La primera, más breve y puramente dancística, es la historia de la ninfa de la glicina, una suerte de espíritu que brota de esta mencionada planta oriental, de hermosas tonalidades malvas y rosáceas, para experimentar el éxtasis del amor y, también, sus sinsabores y decepciones. La obra tiene el aliciente de permitir ver en acción al actor Shichinosuke haciendo de onnagata –hombre que da vida a un personaje femenino–. Esta llamativa forma interpretativa tiene su origen en 1629, cuando se prohibió, durante el shogunato Tokugawa, que las mujeres hiciesen teatro.
La segunda obra, de mayor complejidad simbólica y escénica, es una historia inspirada en la leyenda del shishi que abandonó a sus cachorros en el fondo de un valle con el propósito de cuidar solo del que lograse regresar. La relación que se establece entre el padre y el hijo que consigue volver es el tema fundamental de esta pieza en la que la interpretación física y la danza se nutren de algunas pinceladas textuales que nadie que no sepa japonés conseguirá comprender. La particular forma de entender el movimiento, el gesto, la caracterización y la música es lo que hace atractivo y sugerente, a nuestros ojos, el conjunto de este exótico montaje, cargado de un misticismo difícilmente compartido. Asumida por el espectador con más curiosidad que entusiasmo, la propuesta evidencia que la belleza está en consonancia con la tradición y el legado cultural que cada artista arrastra por pertenecer a una determinada sociedad. De manera que, viendo a Heisei Nakamuraza, nosotros, simples occidentales, podemos admirar su trabajo y hasta intuir la riqueza del espectáculo; pero, para nuestra desgracia, nunca llegamos a percibir su verdadera belleza con nitidez.