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La ficción vasca

Temporada del CDN. Autor: B. Atxaga. Versión: P. Telleria. Dirección: F. Bernués. Escenografía: J. Ibarrola. Música: I. Salvador. Iluminador: X. Lozano. Intérpretes: A. Beltrán, I. Rikarte, M. Losada, A. Gaztañaga, J. Apaolaza, A. Moll, Asier Hernández, Mireia Gabilondo, David Pinilla, Patxo Telleria... Teatro Valle-Inclán. Madrid, 22-III-2013.
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Corre el agua del río, en algún rincón de Obaba, y el ruido sale de una actriz removiendo con su mano en una pecera. Las piedras del lecho son una colección de acordeones esparcidos por el suelo. Las cortinas del hospital americano desde el que David, exiliado hace años y moribundo, recordará su historia, también las paredes del hotel en el que despertó al sexo y a la verdad sobre los secretos familiares se dibujan en estores que se despliegan como los fuelles de un instrumento que llegará a detestar, un símbolo poderoso de un folclore, de una cultura y, en este texto, de un drama de amistades de infancia traicionadas y vidas marcadas. El mismo instrumento que cruza en llamas el escenario cuando el hotel de los delatores arde. En el teatro de Tanttaka, la compañía vasca que ha hecho carne la novela de Bernardo Atxaga «El hijo del acordeonista» conjuga un puñado de poderosas imágenes teatrales, de poesía visual y musical. Mucho de ello no es novedoso, tan sólo lenguajes ensayados en las últimas décadas con éxito por más de una compañía –combinar planos en dos alturas, realizar oratorios a dos voces para situar al espectador en hechos presentes o pasados–, pero Tanttaka lo realiza con el buen hacer de quien lleva 30 años sobre un escenario, y le suma algún que otro hallazgo y un reparto eficaz y creíble, en el que es difícil destacar a alguien sobre el resto. Pero es de justicia subrayar a los Joseba y David jóvenes, Iñaki Rikarte y Aitor Beltrán, a la desmelenada Teresa de Amancay Gaztañaga, al rotundo Lubis de Asier Hernández o al Agustín, el personaje más radical, de Mikel Losada.
Adaptar cualquier novela a escena es complejo. Esta versión que llega al CDN, firmada por Patxo Telleria, también acertado como actor, logra estar compactada y extracta con acierto la obra de partida, que abarca varias décadas y países, pero le pesa la estructura episódica, que delata su origen. El obstáculo, diríase insalvable, no es sin embargo achacable a la compañía, sino a una novela que idealiza un País Vasco de alegres jóvenes marcado por la Guerra Civil, donde el falangista es sólo un poco peor que el delator; una mirada que no cuestiona siquiera la pertenencia a una banda terrorista a la que casi ni se menciona pese a vertebrar la trama –las siglas ETA se escuchan una vez en toda la función–, y que sitúa el debate en la responsabilidad de los padres en los hechos cruentos de hace cuatro décadas, no en qué hacen los hijos hoy en día. Un hoy que es en realidad ayer, muy lejos ya, porque Atxaga habla del fin del franquismo, de los 70, de una época en la que muchos aún justificaban la sangre. Pero la sangre ni aparece, tan sólo es mencionada: la de los gudaris o paisanos fusilados. Y un poco la de los protagonistas –cándidos saboteadores, nada de tiros en la nuca– cuando son torturados por la policía franquista. Pero Atxaga no escribe en los 70, sino en 2004, y ha llovido desde entonces. A una mirada contemporánea cabe pedirle que la ficción no implique irrealidad. Es imposible ser comprensivo con el silencio equidistante de Atxaga –en su novela escuece no tanto lo que se dice como lo que se calla–, llevado por el mismo vapor de esencias vascas que empañaba otra mirada tan bucólica y ciega al dolor de tantos como la suya, la del cineasta Julio Medem en «La pelota vasca». Paradójicamente, la única señal de humor sobre la idiosincrasia de su tierra –le habría venido bien alguna más a este dramón complaciente– la encuentra Fernando Bernués en un guiño con sabor a «Vaya semanita» sobre la proverbial fuerza de los vascos en una partida carcelaria de pelota vasca.