Buscar Iniciar sesión

Quiero ese papel

La Abadía da paso a su siguiente apuesta de la temporada: «Yo, Feuerbach», en el que Pedro Casablanc tendrá que luchar contra las nuevas generaciones para demostrar quién fue.
larazon

Creada:

Última actualización:

La Abadía da paso a su siguiente apuesta de la temporada: «Yo, Feuerbach», en el que Pedro Casablanc tendrá que luchar contra las nuevas generaciones para demostrar quién fue.
Las, en este caso enigmáticas, circunstancias de la vida han hecho de Feuerbach (Pedro Casablanc) un actor ya maduro y en decadencia que si mira hacia atrás cuenta hasta siete años de parón. Pero lo que necesita es trabajar. Urgentemente. Y no por comer y subsistir, que también, sino porque su vida no tiene sentido fuera de los escenarios. Por ello, para retomar el ritmo, recurre a un viejo conocido, director de un gran teatro y con el que había trabajado hace diez años, pero a la cita, en vez de encontrarse con éste, acude su ayudante (Samuel Viyuela), un joven que está dando los primeros pasos en la profesión. Estableciendo así un diálogo en el que, de alguna manera, a la espera de que llegue su amigo, necesita seducirle y caerle bien para ganarse de nuevo al director a través de él. «Un cara a cara –explica el director del montaje, Antonio Simón– sobre el sentido de la vida, el teatro y la actuación que oscila entre momentos delirantes, el humor negro y un cinismo extraordinario, hasta desvelar la sorpresa de “Yo, Feuerbach”. El porqué de esa sensibilidad extrema».
Un choque entre un tipo que cree todavía en el arte y en la excelencia del trabajo como actor y un gestor mediocre, «más en la línea de lo que nos podemos encontrar hoy dirigiendo teatros», corta Pedro Casablanc. Un enfrentamiento de dos generaciones imaginado por Tankred Dorst y versionado por Jordi Casanovas.
Feuerbach lo ha sido todo encima de las tablas. Consolidado hace años, ahora, ya entrado en la cincuentena, se da cuenta de que su gran momento pasó. De pronto, ya no tiene lo que era una realidad en el pasado y todo se le descabalga. Se viene abajo. Hasta perder el sentido a la vida. «Siento la llamada, algo me lleva a plantarme de nuevo sobre un escenario, un impulso febril. ¡Incluso estoy dispuesto a aceptar que se me convoque para hacer una prueba, como si no me conocieran, como si yo fuera un principiante», grita. A ojos del espectador, solo, sin familia ni nadie a quien rendir cuentas, simplemente necesita expresarse como artista. «Un pintor y un escritor pueden desarrollarse encerrados con un pincel y un lápiz –dice Casablanc–. El actor no, necesita tener al público delante». Y Feuerbach hace tiempo que le perdió el rumbo.
Una figura con dos caras: grandeza y miseria. La primera, cuenta Simón, «está en el bagaje de este hombre, tanto cultural como la potencia de pensamiento y de ambición artística que tiene de ver en el teatro algo que haga que la gente pueda vivir mucho más intensamente. Es su ambición, su obsesión casi enfermiza. A raíz del encuentro con el ayudante, Feuerbach da en un momento determinado con su luz, eso que ha estado buscando tanto tiempo. La miseria aparece en la fragilidad de la que pende su equilibrio, de cómo la necesidad de trabajo le lleva a tener que suplicar». «Es triste –continúa– ver excluido a alguien que puede aportar. Es la metáfora de cómo funciona la realidad hoy en día. La facilidad con la que la sociedad excluye a los diferentes, a gente que ya no encaja en lo establecido».
Busca su segunda oportunidad, la definitiva o ésa que le lleve a estar otra vez donde él cree que merece. Es un tipo al que la gente adoraba por lo que era y hacía, pero, de pronto, un cambio de tendencia lo sepulta. «Por qué ya no, si antes sí», se pregunta el protagonista. El público es el que debe responder si merece o no un nuevo chance. La educación brechtiana de Dorst se traslada en esa postura en la que el espectador debe elegir ante las disyuntivas. «Si hace siete años era Messi, ahora ha bajado a Regional para buscar equipo. Y ni ahí le reconocen», simplifica el elenco.

Un funcionario más

Su polo opuesto es el personaje de Samuel Viyuela. Un gestor de teatro que bien pudiera ser un funcionario más. «Se ha encontrado con esta profesión como podía haberlo hecho con cualquier otra, y aun así, le gusta lo que hace. Él también busca el reconocimiento, aunque sea desde otro punto de vista. Es otra manera de concebir la profesión», desarrolla Viyuela. Desde un lado más funcional: llenar la sala para llegar a la rentabilidad, que salgan las cuentas, cobrar, tener su propia gloria. Poder decir: «Esto lo he hecho yo». Lejos de una necesidad de crear, sentir, expresar... más frío.
Entre los dos se abre una brecha más social que personal. Un tipo con solera y peso que no encuentra su sitio contra otro que peca, sin poner remedio, de juventud. «Probablemente está dentro de unos determinados valores que potencian eso», asegura el director. Las circunstancias han llevado a que lo que antes era superioridad ahora no vale. «¿Por qué la sociedad permite cambios tan bruscos?», se pregunta Viyuela, que también responde: «Cuando algo supone el más mínimo fallo se sustituye»; Antonio Simón le acompaña: «Se pierden valores». Uno de los conflictos que hay entre ellos es que son dos mundos diferentes porque no ha existido una transmisión. Su generación no ha podido dejar un legado que no es entendida ahora. Lleva la bandera del teatro de antes, terrible alguien que no quiere mirar atrás.
¿Culpable? ¿El que no se reinventa? ¿Quien no busca en el pasado? ¿Ambos? «Probablemente de lo que viene, pero tiene que ver mucho con la educación. Lo que le ocurre al personaje del ayudante es que forma parte de otra época. Es lógico que se vayan solapando, pero esta generación tiene un montón de carencias. Inevitable y perdonable, no así el hecho de no intentar suplirlas, aprender, ir a más... Aceptar que lo que se tiene es lo correcto y creer que con eso ya está todo hecho. Me imagino que la culpa es de lo que viene», analiza Viyuela.
Suficiente para abrir un debate al que se suman Simón y Casablanc: «Es un problema que viene de abajo. La educación es bastante básica, no hay nada enfocado hacia las humanidades. Es terrible que se carguen la filosofía», resume. En ese mundo que plantean, ni más ni menos que en el que vivimos –dicen–, no encaja Feuerbach, un bicho raropara los valores mercantilistas que rigen las normas. Una sociedad que no cumple un mínimo de memoria para mirar al pasado para aprender los errores que se ven en el espejo y se ignoran.