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Sastre recupera la esperanza

Paco Azorín rescata para el CDN «Escuadra hacia la muerte», la obra de este autor que en los años 50 fue suspendida tras su tercera función, dándole un giro más optimista.
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Paco Azorín rescata para el CDN «Escuadra hacia la muerte», la obra de este autor que en los años 50 fue suspendida tras su tercera función, dándole un giro más optimista.
Lo del texto de Alfonso Sastre ya le pasó a Petrarca en el XIV: dejó de creer en el ser humano. Y así se lo hizo saber a su mecenas, y Papa de entonces, Clemente VI. La correspondencia entre ambos da muestras de un poeta entregado a un final irremediable, generado por una corrupción que había devorado al hombre, mísero moralmente, y por un mundo insostenible desde un punto de vista ético. La Edad Media daba sus últimos coletazos... Pero, inmediatamente después, llegó uno de los periodos más ricos de la Historia –sin desmerecer los progresos anteriores–: el Renacimiento. Y Petrarca se lo perdió. Se dejaron morir una serie de prácticas para volver a levantarse alrededor de unos individuos nuevos. Eso mismo es lo que ve Paco Azorín (Barcelona, 1974) en la «Escuadra hacia la muerte» que dirige y actualiza con un nuevo optimismo carente entonces: «Estamos en un punto parecido; nuestra manera de entender el mundo se está acabando y así tiene que ser para que empiece otra infinitamente más interesante».
Una especie de Tercera Guerra Mundial. La que imaginó Alfonso Sastre a principios de los 50, cuando escribió la pieza en la que un escuadrón de cinco hombres encaminados a la muerte se sublevan contra su líder y dejan aflorar lo peor de cada casa. «Mi obra es una invitación al examen de conciencia de una generación de dirigentes que parecía dispuesta, en el silencioso clamor de la Guerra Fría, a conducirnos al matadero», pronunciaba el propio Sastre en 1962.

Hija de su tiempo

No se habían cumplido ni diez años del fin de la Segunda, sí algo más de la contienda española, y el autor, invadido por las circunstancias, quiso situar el montaje en una disputa futura, aunque inminente. «No sé cómo de cercana se imaginaba él la guerra, pero lo cierto es que nadie duda de que ese gran conflicto llegará, si no es que ya está entre nosotros en un formato distinto al hasta ahora conocido –más de 25 países en pie de guerra, la hostilidad de Oriente Medio, operaciones militares de EE UU y la OTAN...–», cuenta Azorín de la primera línea de su versión.
El segundo hilo del que tirar es de la máxima de que «cada obra es hija de su tiempo» y de ahí que «Escuadra» le pidiera una actualización. Han pasado más de 63 años desde que Sastre estrenara el montaje el 18 de marzo de 1953 en la misma plaza, el María Guerrero. Entonces no pudo sumar más que tres sesiones por «retratar todo lo innoble que puede ser el sujeto humano, destacando únicamente y de una manera muy velada en algún personaje las cualidades que encierra el cumplimiento del deber, llevando el espíritu del espectador a una impresión de la familia militar», que decía la censura –veto que se levantaría en los 80–, el Alto Estado Mayor del Ejército, en este caso.
Ahora, «sería un flaco favor a la obra representarla tal cual», explica el dramaturgo. «He hecho mucho de limpiar –continúa– y nada por que pierda su integridad. Parece que estuviera escrita la semana pasada». Una quita de la pátina costumbrista del teatro de antaño para dejar el magma, lo importante, de la obra. «He procurado eliminar el tono convencional para que aflore su discurso metafísico», cierra.
Pero si hay un cambio sustancial en la versión de Paco Azorín no es su actualización –a la que también ha añadido unos versos de Brecht en las transiciones–, sino el rumbo al que se dirige la Escuadra. Ya no va «hacia la muerte», sino «hacia la vida», «hacia la luz final», cuenta. Ese nuevo hombre, como en la transición Edad Media-Renacimiento, es el que tiene que surgir al final de la pieza. El cierre de lo vetusto, de generaciones condenadas y envenenadas, para ir a más y mejor. Durante su exposición, Azorín habla de un «rayo de esperanza al final de toda tragedia» en contraste con el original, donde la trama hace honor a su título. Aquí el director ha querido iluminar el montaje como buen «positivista convencido» que es.
Para ello se ha valido de seis actores muy diferentes para «que representen al ser humano en todos sus arquetipos»: Joan Cornet, Iván Hermes, Carlos Martos, Agus Ruiz, Unax Ugalde y Julián Villagrán. Ellos son los herederos, ni más ni menos, de Adolfo Marsillach, Agustín González, Fernando Guillén y compañía. Si en la primera versión, Sastre escribe la historia desde los ojos del intelectual (Martos) –«creo», dice Azorín–, aquí es Luis (Cornet), el pequeño del grupo, el que presta su mirada.

Impronta orwelliana

Entre ellos habrá castigos, venganzas, dudas, traiciones... Fruto del encierro entre cuatro paredes de seis individuos. Pregunten por Telecinco; o, mejor, al Gran Hermano de Orwell –siempre queda más ilustre–, que también deja la impronta de su Habitación 101 descrita en «1984» en esta pieza. Aquí tomará forma de búnker, en detrimento de la cabaña en el bosque que imaginó Sastre, y estará dotada con un ligero aroma futurista, como invitación a esa proximidad del conflicto.

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