«Tenemos que devolver al Coliseo su sentido original»
Un proyecto de reconstrucción de la arena del emblemático edificio reabre un debate que sitúa al patrimonio frente al turismo de masas: ¿Qué papel debe jugar el monumento hoy? ¿Darle un uso de nuevo se lo devolverá a los romanos? El arqueólogo Daniele Manacorda explica su ambiciosa propuesta
La palabra «anfiteatro», procedente del griego «amphitheatron», significa, en esencia, «edificio para mirar desde cualquier lado». Y si hay uno que merece ser llamado así, por antonomasia, es el célebre y todavía existente Anfiteatro Flavio, alias, el Coliseo de Roma. Daniele Manacorda (Roma, 1949) es arqueólogo y profesor de su disciplina en la Università Roma Tre de la capital italiana. Ni él mismo podía imaginar que una fantasía suya, plasmada en un artículo de la revista «Archeo», daría lugar a la construcción de una nueva arena para el Coliseo, inexistente desde hace más de un siglo.
Ante la obvia pregunta de por qué hacerlo, admite: «¿Y por qué no? Los medios de comunicación han acogido muy bien la idea. En los ambientes culturales más eruditos, curiosamente, ha habido más desconfianza», explica Manacorda. «No se trata de reconstruir, sino de recobrar aquello que hemos perdido de la arquitectura para devolverle su sentido original».
La arena antigua (es decir, la superficie donde se llevaban a cabo los espectáculos) estaba sustentada por una estructura de madera y desapareció hace 1.500 años, cuando se derrumbó en sus propios subterráneos. Las excavaciones de finales del XIX removieron muchos de los escombros que todavía permanecían allí desde hacía siglos. ¿Cuál es la idea, entonces? Permitir que los visitantes puedan ver las gradas desde el centro y, sobre todo, que desde las gradas se pueda apreciar la arena sin unos muros destruidos que, en la antigüedad, no fueron diseñados para ser visibles: «Son subterráneos. Y, por definición, deberían estar debajo».
El proyecto, dirigido por el arquitecto Francesco Prosperetti, tardaría unos cinco años en realizarse. El presupuesto es de 18,5 millones de euros, el 80% del capital será público y el 20% de la empresa de calzado Tod’s liderada por Diego Della Valle. Para la ejecución de la obra, habrá un concurso público internacional. «El ministro de cultura, Dario Franceschini, está muy ilusionado con la idea», explica el profesor Manacorda. En cuanto a su papel durante los próximos años, aclara: «Estaré informado regularmente de la evolución del proyecto».
De vez en cuando, también en el ámbito cultural, en Italia aparece periódicamente el debate acerca de las relaciones entre lo público y lo privado. «En mi opinión, no hay ningún conflicto. Eso sí, con una condición: que la iniciativa privada tenga una finalidad pública». Añade: «Si una empresa ofrece una financiación cuyo objetivo es preservar el patrimonio cultural, no sólo hay que agradecerlo, sino que también hay que recompensarlo».
Incentivos fiscales
El Decreto Franceschini, de 2014, permite beneficiarse de tener descuentos fiscales de hasta el 65% si un privado desea patrocinar el patrimonio cultural italiano. «No es sólo una cuestión de dinero. La tutela de nuestro patrimonio, que está y debe permanecer con fuerza en manos públicas, no puede ser gestionada completamente por los entes públicos. Yo separaría, por tanto, el concepto de tutela del concepto de gestión», señala el académico.
Hay que tener presente que no se trataría de la arena de la Roma clásica, sino de la decimonónica. La arena es un lazo con el pasado de la Ciudad Eterna cuya pérdida no se debe, justamente, al desgaste generado por el paso del tiempo sino a las dificultosas excavaciones realizadas entre el siglo XIX y el XX, que no tenían la alta calidad científica de hoy, pero que soñaban con mostrar al mundo los subterráneos del Anfiteatro Flavio.
«Hace casi 2.000 años, el Coliseo empezó como un anfiteatro, pero con el tiempo fue un almacén para material de cantera, sede de talleres, lugar para procesiones y actos conmemorativos, etcétera», apunta el arqueólogo. «Es en el siglo XVIII cuando se convierte en un símbolo para el redescubrimiento de la Antigüedad y una meta turística, siendo por aquel entonces un lugar apartado del centro y lleno de mitos y leyendas, tan atractivo cuanto peligroso», añade. El Coliseo, entre el siglo XVIII y el siglo XIX, era un monumento situado en la parte más externa del centro de Roma. Tras él, se podían encontrar muchos pequeños huertos en dirección a la Basílica de San Juan de Letrán.
Era una gran meta para los turistas de esos dos siglos, pertenecientes a las familias acomodadas de la burguesía y aristocracia del norte y el centro de Europa. Llegaban a Roma para realizar sus viajes de estudios y de formación en Italia. Guías de la época recomendaban visitar el Coliseo de noche –en aquel entonces era de libre acceso– para contemplar la luna llena desde las gradas. De este modo, a finales del siglo XIX el Coliseo se había convertido, en el sentido más contemporáneo, en un monumento como tal. Como la Fontana de Trevi o la Columna de Trajano.
Ahora mismo, el Coliseo, según el arqueólogo, es más bien un gran escenario del turismo cultural de masas, con más de 5 millones de visitantes al año: «Se trata de algo que ciertamente podríamos cambiar, porque somos responsables de que el Coliseo sea conocido pero también debidamente entendido». Si la actual sociedad internacional se caracteriza precisamente por la instantaneidad y la ubicuidad, ¿qué papel tiene hoy la arqueología? «Devuelve la vida a los cadáveres, por lo tanto, elementos que perdieron su función y terminaron enterrados. ¿Cómo se les devuelve la vida? Desmontando y luego reconstruyendo, pieza a pieza, su recorrido vital», explica Daniele.
Según él hay dos opciones. La primera: «Volvamos a colocar cada trozo en su sitio para luego relatar aquello que hemos aprendido, desde que lo hemos desmontado. Y dejar todo en su esencia», explica. «La segunda, si pensamos que un lugar emblemático e histórico precisa de una nueva vida, hay que dársela para que sea disfrutado, convirtiéndolo, por tanto, en uno de los escenarios de nuestra vida. No de una vida pasada, sino de nuestra vida contemporánea». La Historia y la vida pueden mezclarse en armonía, por ejemplo, como se desarrollaron algunas competiciones deportivas, en el marco de los Juegos Olímpicos de Roma en 1960, en la Basílica de Massenzio.
«Para mí es el monumento símbolo de Roma y de Italia», admite el experto. «Pero creo que la ciudad lo ha perdido. Entrando en el circuito del gran turismo de masas internacional, al Coliseo van todos excepto los propios romanos. Parece mentira que, hace varias décadas, los coches pasaran por debajo del Arco de Constantino. Era, en su sentido más amplio, una autentica ‘‘piazza’’. Por supuesto, los tiempos cambian, no tengo ninguna nostalgia. Simplemente tendríamos que plantear para el Coliseo y para el conjunto de la Ciudad Eterna un turismo menos bulímico y más orgánico». Daniele, romano de nacimiento, tiene claro cómo ve el Coliseo dentro de unos años: «Como hoy, pero con un sentido más culto y educativo. Y muy vivido».
Así pues, ¿mejor admirar nuestros monumentos históricos o vivirlos? Daniele Manacorda concluye: «No hay que sacralizar lo antiguo y las ruinas. Tenemos que llevar a cabo un proceso de laicización de los monumentos antiguos. En relación a nuestros sitios arqueológicos, museos y monumentos tendríamos que ir más allá de la mera contemplación. Esta inútil sacralización los convierte en meros cuadros. De una forma sostenible a los estándares de preservación, tenemos que vivirlos para disfrutar de su verdadera esencia».
Desde Jerusalén a Sevilla, de Escocia al Sáhara, con la creciente pasión por los gladiadores, no había ninguna ciudad romana de cierta importancia que no tuviera su propio anfiteatro. Cada vez que Roma conquistaba un nuevo territorio, allí se enviaban los animales más bravos y exóticos entonces conocidos, contribuyendo para siempre a la popularidad del más célebre de los imperios europeos.