Transnistria: así viven los «catalanes» de Moldavia
Este país no reconocido por la comunidad internacional ha pasado en treinta años de ser la región más próspera de Moldavia a luchar contra el desempleo y soñar con IKEA
Este país no reconocido por la comunidad internacional ha pasado en treinta años de ser la región más próspera de Moldavia a luchar contra el desempleo y soñar con IKEA
«Cuando declararon la independencia, nos prometieron que íbamos a construir aquí una pequeña Suiza. Nos lo creímos, ¿por qué no? Teníamos potencial». Svetlana tiene 72 años y antes de jubilarse fue profesora de bioquímica. La independencia a la que se refiere es la de Transnistria, un territorio que se separó de la República de Moldavia en 1990. Dos años más tarde, la separación desembocó en un conflicto armado que terminó meses más tarde con un acuerdo de alto al fuego. Pero no con el reconocimiento internacional de la soberanía de Transnistria. Para el mundo, ese país no existe. Tienen bandera, himno nacional, ejército, gobierno, moneda y hasta lengua propia, pero sus fronteras no aparecen representadas en ningún mapa. ¿Qué hace a un país? Para los que lucharon por la independencia de Transnistria lo principal era su identidad nacional, sin embargo, treinta años después esa cualidad intangible comienza a verse aplastada por el peso de una economía fallida, un estado retrógrado y el aislamiento de una población que a duras penas participa de la globalización.
La fotógrafa Hanna Jarzabek captura esta cuestión de identidad en una serie de retratos de Transnistria que pueden verse a partir de hoy en Efti (Centro Internacional de Fotografía y Cine). «Soy de origen polaco, así que los países post soviéticos siempre me han interesado mucho. La verdad, lo que más me llama la atención es cómo se construyen las identidades allí después de la caída de la Unión Soviética –explica esta fotógrafa afincada en Madrid–. Quería ver cómo la falta de reconocimiento afecta la vida cotidiana de los habitantes de Transnistria».
Visitó este «no país» en dos ocasiones durante 2018 y asegura que todos los vecinos de Tiráspol, la capital, se mostraron amables y abiertos a hablar con ella. El gobierno es otra historia. Para entrar a Transnistria tomó un avión hasta Chisináu, capital de Moldavia –«En Transnistria no pueden tener aeropuerto», explica Jarzabek–, y de ahí transporte local hasta la frontera, donde debió pasar un control de las autoridades de ambos países y pedir un visado para entrar a Transnistria.
«Dije que iba con fines turísticos. Cuando pides autorización para entrar como periodista debes dar explicaciones del tipo de trabajo que quieres hacer y, además, revisan tu portafolio hasta la fecha. Como yo he hecho muchos proyectos sobre la comunidad LGBTI, algo que allí no les agrada, opté por no decir la verdad. Tenía un poco de miedo de que pusieran las cosas difíciles», confiesa.
Y no se equivocaba; una vez allí conoció a una artista local que quería exponer unas imágenes de la comunidad LGBTI local y que le contó que, aunque no le fue prohibido abiertamente, «tuvo muchas presiones desde el servicio de seguridad –heredero de la antigua KGB– que la presionó diciendo que sus padres podrían perder su trabajo si mostraba sus fotos. Finalmente, no se atrevió. En ese sentido, el discurso oficial es como en Rusia: aquí la comunidad LGBTI no existe».
Jóvenes en el limbo
Además de que la homosexualidad es ilegal y de las restricciones a la libertad de expresión, la situación económica de la región es quizá la mayor preocupación de sus habitantes. Más allá de las cuestiones prácticas del día a día –como la moneda, que tampoco es reconocida, por lo que sus tarjetas de débito y crédito no funcionan en el exterior–, Transnistria no puede exportar ningún producto si no pasa primero por Moldavia y se vende como si éste fuera su país de origen. La inversión extranjera es casi nula.
Los jóvenes, por su parte, viven las consecuencias de ese limbo legal más que nadie. No recuerdan la guerra de independencia, o no habían nacido cuando ocurrió, y su prioridad, más que el pasado, es el futuro: en su país las oportunidades de trabajo son prácticamente inexistentes y sus diplomas de estudios no son válidos en el extranjero. «El porcentaje de la población activa que sale del país cada año es cerca del quince por ciento», explica Jarzabek.
Antes de la separación, Transnistria era la parte más próspera de Moldavia. Antes de la caída de la Unión Soviética, el nivel de vida allí era dos veces más alto que en el resto de Moldavia, entre otras cosas porque allí se concentró el potencial industrial del país. Pero después de la independencia llegaron las privatizaciones y surgió el conglomerado privado Sheriff que hoy es dueño de supermercados, bancos, refinerías, farmacias, servicios de telefonía y hasta de un equipo de fútbol.
«Deberíamos llamarnos la República de Sheriff. Son ellos quienes deciden todo aquí. En teoría puedes desarrollar tu negocio, pero siempre existe el riesgo de que vengan a decirte que no te metas en su terreno», le comentó a la fotógrafa Antón, un empresario de 38 años de Tiráspol. Como muchos otros de los que hablaron con ella, no quiso que su verdadero nombre fuera difundido. «Temían que pudiera haber represalias en su contra», recuerda Jarzabek.
Lo económico tiene peso también en la cuestión de la identidad: el país sobrevive en gran parte gracias al apoyo de Putin. «No existen datos oficiales, pero es Rusia quien paga las pensiones de un porcentaje muy alto de los jubilados. Con la condición de que tengan la nacionalidad rusa, claro», afirma Jarzabek. Y esos son la mayoría.
«En general, tienen varias nacionalidades (moldava, rusa, ucraniana) además de la transnistriana, porque de otro modo no podrían salir de la región –explica la periodista–. Su concepto de nacionalidad es diferente al nuestro. Ellos se sienten transnistrianos y tener otros pasaportes es algo que les ayuda a funcionar, pero no tiene que ver con cómo se identifican. Aunque a nivel cultural sienten que pertenecen al universo ruso más que al moldavo». Tanto es así que durante la crisis de Crimea el gobierno de Transnistria pidió que el país fuera anexado a Rusia.
Sascha, de 24 años, cuyo padre luchó en la guerra de independencia en 1992, conversó con la fotógrafa sobre el conflicto y sobre el futuro de su patria: «Si yo hubiera podido, habría hecho todo lo posible para evitar la guerra. Las separaciones no traen nada bueno. Amo este país, pero nos faltan muchas cosas. Mira, lo que me encantaría es que abriese aquí un IKEA».