Tres héroes sobre dos ruedas
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Los cuatro años de la Gran Guerra dejaron su triste e imborrable huella en el Tour de Francia y en varios de sus vencedores.
Eran otros tiempos. No existían maillots hipertranspirables, bicis superligeras, ni complementos de ultimísima generación que recargan las sales minerales en un abrir y cerrar de ojos. Las etapas eran de 300-400 kilómetros, sin descanso. Los mecánicos eran ellos. El pavés era el pan nuestro de cada día y compartía protagonismo con caminos de tierra, que con las lluvias se convertían en imposibles. Las pájaras y desfallecimientos eran antológicos. Las escapadas eran escapadas: 150 kilómetros si era necesario. Los bidones, botellas de vidrio. La trampas también existían, pero si hay que ponerse nostálgico las llamaremos pillerías: no se hacían con jeringuillas, se cogía un coche y te adelantabas hasta donde creyeses conveniente. Los ciclistas no sabían de equipos, corrían de forma individual... Y, así, un sinfín de comparaciones entre el ciclismo de principios de siglo y el de ahora que, lejos de menospreciar el actual, no hacen más que mitificar a los héroes que se retorcían encima de dos ruedas durante los primeros años del XX.
1903, el principio de todo
En estas condiciones se fundó en 1903 la ronda por excelencia. La gala. El Tour de Francia. Una vuelta surgida para promocionar el diario «L'Auto» de la mano de su director, Henri Desgrange, un entusiasta de la bici que sería la cabeza de la «Grande boucle» hasta 1939. Con la carrera ya formada y siendo un éxito entre el público, comenzaron a surgir sus ídolos con los primeros ganadores: Garin, Cornet, Trousselier... Hasta que de golpe y porrazo el 26 de julio de 1914, con el fin de esa edición –dominada de principio a fin por Thijs–, comenzaría un paréntesis obligado de cuatro años por la Gran Guerra que marcaría su historia y, en concreto, la de tres hombres. Un trío de leyendas que habían triunfado por las calles de Francia y que colgaron la bicicleta para luchar en el frente durante un parón que sería eterno para ellos. No lograrían superar el obstáculo.
Todos ellos, en uno u otro aspecto, habían sido pioneros con sus victorias. Como Lucien Mazan –conocido como Lucien Petit-Breton cuando se enfundaba el maillot–, que fue el primero en ganar la competición en dos ocasiones. Este francés nacionalizado argentino, además de triunfar sobre las carreteras, también fue un hacha en la pista, donde estableció el récord de la hora por encima de los 41 kilómetros. Pero, al igual que otros tantos, se vio obligado a ir al frente. Aunque su labor fue la de transmitir órdenes de un frente a otro. Con todo, por infortunio, imprudencia o lo que fuere, el 20 de diciembre de 1917 su coche impactó contra un carro y lamentablemente el veloz Petit-Breton, que tantas alegrías había dado a las cunetas, pasó de héroe a leyenda. Tras las dos victorias de Lucien Mazan, llegó el turno de François Faber, el primer extranjero en alzar el trofeo de vencedor del Tour. El luxemburgués siempre se consideró un «obrero del ciclismo» –como él mismo decía– y antepuso, por encima de cualquier otra cosa, el compañerismo; poniendo especial interés en los isolés, aquellos que competían por libre y sin ningún tipo de apoyo. Faber se sentía en deuda con Francia: «Me lo ha dado todo», por lo que no dudó en alistarse en la Legión Extranjera y cambiar el pelotón ciclista por el de combate. Un canje que iba a ser fatal. El 9 de mayo de 1915 su figura se desvanecería en la batalla de Artois. Luto oficial en el Tour, que le homenajearía en su regreso de 1919, y en «L'Auto», que calificaba la pérdida de «dolor atroz».
Queda el último de los tres campeones que se perdió entre 1914 y 1918. Concretamente el día de la toma de la Bastilla de 1917 –14 de julio–. Octave Lapize era un hombre que había llegado muy alto en su carrera y que continuó haciéndolo a los mandos de su avión en la guerra. Todo, a pesar de la sordera por la que había sido declarado inútil para el Ejército y que le obligó a utilizar sus influencias para hacerse un hueco en la contienda. Así, con el mismo número con el que serpenteó Francia –el 4– y con un gallo pintado en el morro de la nave, Lapize defendió a su nación desde el aire hasta la muerte. Pero antes de todo esto Lapize ya había labrado su historia. Fue el hombre que recuperó el Tour para Francia–después del paréntesis luxemburgués de Faber– en la primera escalada a los Pirineos y también el que grito «asesinos» a los directivos de la ronda después de hacerles pasar las del demonio subiendo el Aubisque.
Tres vencedores que –empujados a la batalla por el propio Desgrange en un editorial en «L'Auto»– robó y mitificó la Gran Guerra.