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Un ángel llamado Marlene Dietrich

Aunque su imagen pudiera parecer la de una dama altiva, la estrella era una mujer preocupada por ayudar a los necesitados. Y lo demostró en la Segunda Guerra Mundial
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Aunque su imagen pudiera parecer la de una dama altiva, la estrella era una mujer preocupada por ayudar a los necesitados. Y lo demostró en la Segunda Guerra Mundial
La celebérrima actriz berlinesa Marlene Dietrich (1901-1992) hizo honor durante una etapa decisiva de su vida a su nombre de nacimiento, Marie Magdalene, que no tardó en quedar reducido a Marlene. Como la María Magdalena del Evangelio, poseída por siete demonios en la gran pantalla, fuera de ella pasó en cambio de ser una mujer fatal a mostrarse compasiva y misericordiosa con el prójimo. Parafraseando el título de una de las mejores películas de su filmografía, aclamada desde su mismo estreno como la más grande producción cinematográfica alemana tras la Primera Guerra Mundial –aludimos, claro está, a «El ángel azul», estrenada en 1930–, la Dietrich concebida por su director vienés Josef von Sternberg representó en la vida real la otra cara de su papel de ficción.
Con su par de piernas torneadas, la voz aterciopelada, seductora, y un rostro bello que tenía algo de máscara y emulaba a la vez a un ángel y a la chica del guardarropa de un cabaret barato, volcó toda esa irresistible pasión en socorrer a los necesitados. Cuando, recién terminada la Segunda Guerra Mundial, filmaba en Francia una de sus películas, se conmovió al ver a los desharrapados obreros del escenario y mandó que les comprasen blusas, camisas y overoles hasta vestir en total a más de una treintena de personas sin reparar en gastos. En otra ocasión se enteró de que un trabajador del estudio ahorraba con denodado esfuerzo para comprarse un Ford y, ni corta ni perezosa, se lo regaló ella en un alarde de generosidad.
Pero no acabo ahí la cosa. Tras sufrir con dieciocho años un accidente que le causó un daño irreparable en la muñeca, tuvo que abandonar la carrera de violín iniciada a los siete años, renunciando a un brillante porvenir como concertista.
Obligada por las circunstancias, ingresó así en la reputada escuela dramática de Max Reinhardt. El destino quiso que poco después los grandes estudios cinematográficos alemanes UFA pidieran a la escuela de Reinhardt unas cuantas comparsas para rodar cierta escena en una casa de juego, y Marlene, con los cabellos peinados en trenzas sujetas con un gran lazo de tafetán, aspiró a uno de esos papeles. El director de reparto era aquel día un checoslovaco, rubio y atractivo, de nombre Rudolf Sieber. El joven indicó a Marlene que se subiera las trenzas, se pusiera un vestido escotado y procurase actuar como una muchacha vulgar. Al verla transformada así, Sieber sucumbió a sus encantos y se casó con ella en 1923.
Quince años después, cuando Hitler invadió Checoslovaquia, Marlene volvió a comportarse como un ángel. La familia de su marido fue llevada a un campo de prisioneros y ella no cejó desde entonces hasta averiguar su paradero. Por fin logró que un funcionario del sector ruso de Berlín le diera un pase para la zona oriental. Una vez localizados los presos se encargó de ponerlos a salvo en el sector occidental de Berlín.
Pero el culmen de sus buenas obras fue ceder el talento de artista para la diversión de los soldados estadounidenses durante tres años de la Segunda Guerra Mundial, llegándose a jugar el tipo por trabajar cerca del frente. Tampoco tuvo reparo alguno en aguardar con encomiable paciencia su turno en las filas del rancho para que le sirvieran el plato, ni en dormir entre ruinas infestadas de ratas. Algunos soldados recordaban haberla visto arrimar el hombro para levantar un jeep volcado en Italia. Contrajo pulmonía en Bari. Estuvo a punto de ser hecha prisionera cuando retrocedía con las tropas en la batalla de las Ardenas. Entró en Roma con las fuerzas estadounidenses, encaramada en un camión, mientras entonaba canciones con su voz baja y cálida, el ademán soñoliento y burlón, haciéndose acompañar con un serrucho musical.
El padre, Louis Erich Otto Dietrich, un subteniente testarudo que llegó a ser comandante de un renombrado regimiento de caballería, dotó a su hija de su misma fibra espartana. Su madre, Wilhelmina Elisabeth Joséphine Felsing, una distinguida dama de origen francés y acerado temple, tampoco le iba a la zaga. Marlene pasó buena parte de su niñez en diversas plazas fuertes de Alemania Oriental donde su padre estaba de guarnición. Hizo sus primeros estudios con institutrices que le enseñaron francés desde los tres años e inglés desde que cumplió los seis. Fue sometida a férrea disciplina para formar su carácter: prescindía del abrigo cuando sentía frío y se abstenía de beber agua cuando tenía sed. Implacable con ella misma y tierna con los demás, como un ángel.
Marlene Dietrich aborreció con toda su alma a Adolf Hitler y al régimen nazi de terror que él representaba. Como ella era la estrella cinematográfica más refulgente de Alemania, la visitaron en tres ocasiones enviados especiales del Führer para ofrecerle el trono de reina de la industria del celuloide en su país. Llegaron a insinuarle que el mismísimo Hitler en persona pondría el corazón a sus pies. La insinuación provino en una de aquellas visitas nada menos que de Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich desde febrero de 1938 hasta abril de 1945. Tras el exitoso estreno de «El ángel azul», Marlene había salido rumbo a Hollywood en compañía de Von Sternberg. Poco después actuaba ya con Gary Cooper en su primera película estadounidense, «Marruecos», que la catapultó a la fama. No era extraño así que hasta un demonio como Hitler suspirase por ella.
@JMZavalaOficial