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Un embutido de ángel y bestia

larazon

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«La Violeta siempre fue abajista y yo siempre fui arribista», declaraba, con el humor cáustico que le caracterizaba, tan decisivo en sus «antipoemas», el año pasado, cuando, a punto de cumplir los 103 años de edad, se conmemoraba el centenario del nacimiento de su hermana, la legendaria cantautora Violeta Parra (1917– 1967), que se suicidó a los 49. Desde su longevidad extremada, a este primogénito, superviviente único desde hace lustros, de siete hermanos, aquella hermana, que ocupaba la segunda posición y murió cantando «Gracias a la vida, que me ha dado tanto», debía de parecerle ya la encarnación de un antiquísimo antipoema suyo. «Tenía un gran encanto, y era muy crítica y opacaba a todo el mundo. Recuerdo que en las reuniones sociales el florero centro de mesa era Neruda. Pero aparecía la Violeta con su guitarra, y, simplemente, todo el mundo lo único que quería era que Violeta la tocara, y el poeta quedaba desplazado». Éste si era el juego predilecto de Nicanor Parra, y que afecta a su original (anti)poesía: como su nombre indica, cometer «parricidio»: «Durante medio siglo –ha declarado con naturalidad–, la poesía chilena fue el paraíso del tonto solemne, hasta que vine yo y me instalé con mi montaña rusa». En su juventud, Parra también militó en la izquierda y era afecto a la canción protesta. Pero los años le volvieron tan escéptico que consiguió enarbolar esta gruesa y amortiguadora pancarta de su invención –de veras, «antipoética»–: «¡La izquierda-derecha unida, jamás será vencida!». Un eslogan que procede, sin embargo, de alguien que, no hace mucho, cuando sumaba ya 95 años, secundó una huelga de hambre en defensa de una causa de los indígenas mapuches de su país; y que, en 2006, inauguró una exposición-performance, en el Palacio de la Moneda, en la que puso a desfilar los retratos de todos los presidentes chilenos, ahorcados... Tanto más corrosivo siempre cuanto más necesitara proteger su zona de vulnerabilidad más entrañable, en realidad tenía de antipolítico lo mismo que de antipoeta. Un solitario solidario, y también un egotista histriónico irredimible, sin pelos en la lengua, sino solo en la pluma, que, en su célebre poema «Autorretrato», ya lo advierte: (He sido): «¡Un embutido de ángel y bestia!». Lo que nunca sabremos es si esa impronta de esquinado felino andino –nada discordante, por lo demás, en quien ha acaudalado una irreverente y original obra (anti)poética, cuajada de digresiones y sustancioso anecdotario, a base de mear fuera de texto–, es efecto o causa de su antigregarismo proverbial. Gracias a eso se aupó en su montaña rusa de un único viajero, apartándose de los ismos de vanguardia en boga en su juventud, que, a su juicio, instauraban un orden alternativo tan confinado y sectario omo el que decían combatir. Hasta el más restrictivo Harold Bloom ha destacado, como parte del canon, la singular poesía anticanónica de Parra; fruto contradictorio de una vanguardia civil, de repliegue, sin doctrina ni ismos, y cincelada, hacia los márgenes, por un poeta de una generación uni-génere, capaz de poner en cacofónica evidencia a quienquiera que ose secundar su cuño inconfundible. Matemático y físico de formación, bajo la apariencia espontánea y agreste de su (anti)poesía, se suceden letras cifradas, permutaciones y leyes de gravedad que él desplaza, solidario, hacia los márgenes, en una suerte de entropía empática y de aritmética del caos. En modo alguno puede ser «antipolítico» ese cóndor perseverante y escaldado, que, candoroso, desciende a proclamar: «El primer deber humano es respetar los Derechos Humanos». Prodigiosamente, su poesía se trae el más allá al más acá, y, con la cometa volando a ras de las cabezas, sustantiva los más etéreos atributos; debido a que él es y nosotros somos «El hombre imaginario, / que vive en una mansión imaginaria / Y en las noches de Luna imaginaria / sueña con la mujer imaginaria / que le brindó su amor imaginario...». Lo demás es ruido.

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