Historia

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Un hombre malo

Escrúpulos es una palabra que nunca se escribió en el diccionario de Pablo Escobar.

Momento en el que los cuerpos de seguridad posan con el cadáver de Pablo Escobar
Momento en el que los cuerpos de seguridad posan con el cadáver de Pablo Escobarlarazon

Escrúpulos es una palabra que nunca se escribió en el diccionario de Pablo Escobar.

Pablo Escobar era un psicópata amoral, muy listo, que no había pasado de ser un miserable ladrón de tumbas a uno de los hombres más ricos del mundo a base de firmar pactos de caballeros. Se había hecho con el control del cártel de Medellín por el simple procedimiento de asesinar a sus competidores. De él se sabía que no toleraba pares y que en su megalomanía creyó que podía llegar a pesidente de la República de Colombia. Su «carrera» política la pararon un periodista de raza, Guillermo Cano, director del diario «El Espectador», y un político honrado a carta cabal, el ministro de Justicia Lara Bonilla, que consiguieron que se le retirara el escaño de senador, suplente, que había comprado. Fue un golpe a su ego –había que verle, sobrado, entre el séquito oficial en la toma de posesión de Felipe González–, pero, sobre todo, puso la luz de la verdad sobre un asesino desalmado que pretendía representar el papel del buen ladrón. Cano y Lara pagaron con su vida, como varios miles de colombianos, jueces, políticos, policías, militares y periodistas que, en los años más duros de la guerra del narco, cuando el Gobierno de César Gaviria tiró la toalla, eligieron la certeza del plomo frente al soborno. Grande Colombia, grande un país que cría hijos de ese temple.

El más cruel

En 1990, la llamada «primera guerra del narco» había acabado con la victoria rotunda, se diga lo que se diga, de los malos. Y el peor de todos era, por supuesto, Pablo Escobar. El más cruel y el más ciego, porque sólo a un tipo de su limitada inteligencia se le ocurre tirar por la borda un triunfo que parecía imposible. Todo lo que se cuente de esa guerra se queda corto. Escobar pagó lo mejor en la materia que se podía comprar: expertos en seguridad y comunicaciones israelíes y británicos, técnicos en explosivos españoles y hasta un etarra que enseñó a montar los coches bomba. Sus redes de comunicación, con antenas de microondas, superaban a las que podía desplegar el Estado y durante años fueron invulnerables a los sistemas de interceptación. Tenía una legión de informantes e infiltrados en la mayoría de los órganos de seguridad colombianos, un ejército de miles de sicarios, a 3.500 euros mesuales, con «primas» por cada policía asesinado, y una total falta de escrúpulos. El presidente que claudicaría, César Gaviria Trujillo, al que sólo la torpeza de Escobar le permitiría rehabilitarse a los ojos de la historia, había escapado de la muerte un año antes. Candidato a la presidencia por el Partido Liberal tras el asesinato de su antecesor Luis Carlos Galán, tenía que haberse matado, como el resto de los 110 pasajeros del Boeing 727 de Avianca que le trasladaba a Cali. Pero en el último momento, no embarcó. La información de Escobar era buena, sus redes en el aeropuerto de El Dorado, también, pero las de César Gaviria no le iban a la zaga. La bomba no fue descubierta y el avión despegó sin él... Convendrán en que es tiempo de hacer una síntesis de la «primera guerra del narco» al estilo de los viejos trabajos escolares. Es decir, causas, desarrollo y consecuencias. La causa inmediata está en la decisión del presidente Romulo Betancour de permitir la extradición de connacionales a Estados Unidos, país al que los cárteles exportaban el 80 por ciento de su producción de coca. Desbordado el sistema judicial y penitenciario colombiano, sólo las cárceles gringas permitían retener y, sobre todo, aislar a los traficantes. Escobar y los otros jefes advirtieron de inmediato que esa ley significaba, simplemente, su desaparición paulatina y se aliaron frente al enemigo común. Fue por la época en que Jorge Luis Ochoa y Gilberto Rodríguez Orejuela, detenidos en Madrid, consiguieron que la Justicia española los devolviera a Colombia en lugar de atender la demanda de extradición de Washington. Sin embargo, era evidente que ni siquiera ellos tenían el poder de sobornar todo el tiempo a todo el mundo. La alianza se bautizó como «los extraditables» y cada banda ponía una parte de los fondos a la caja común, que administraba «Popeye», el secretario personal de Escobar y uno de los arrepentidos que más juego dieron luego a la Policía de Colombia. El desarrollo de la guerra fue de una violencia inaudita, pero nada que no supieramos los españoles de entonces, de cuando ETA nos atormentaba. Las mismas técnicas de coche-bomba, matanzas en hipermercados y locales comerciales, atentados contra acuartelamientos, asesinatos de políticos, jueces, policías y militares; secuestros selectivos entre lo mejor de la sociedad colombiana, extorsión a comerciantes y tal vez un millar de inocentes civiles caídos en el fuego cruzado. Ciento diez en el avión; setenta con el camión bomba que pusieron en la sede del DAS, en Santa Fé de Bogotá, para matar al general Alfredo Maza Márquez, que salió vivo de la tremenda explosión. Y eran mil kilos de amonal. Las consecuencias fueron la rendición del Gobierno, en forma de un cambio legislativo que impedía la extradición y acordaba leves penas y medidas de reinserción para quienes se entregaran a la Justicia y confesaran, al menos, un crimen. Pablo Escobar fue más lejos y forzó la mano del Gobierno: se hizo construir un penal de alta seguridad en su feudo de Envigado. Uno de los guardas de la «prisión» describiría con nostalgia aquellos días de vino y rosas, mejor dicho, de champán y ostras, en lo que se llamó «La Catedral».

«Escobar me odia –nos dijo en febrero de 1993 el general Maza Márquez, ya en su exilio venezolano– porque soy el ejemplo, uno de los pocos que pueden contarlo, de que su poder tiene un límite. A mí no me pudo comprar ni asesinar. Sólo Dios sabe por qué sigo vivo». Se dijo que la destitución del general Maza Márquez fue una de las condiciones impuestas por Escobar para entregarse. Pero la realidad era bien distinta: simplemente no podía continuar al frente de la Policía un hombre que se había convertido en un blanco ambulante y que llegó a tener hasta 35 escoltas. En la fecha de nuestra entrevista, el capo acababa de fugarse de «La Catedral» y aún le quedaba un año de vida y otra guerra por librar. De aquel febrero, rescato el final de la entrevista:

–Mi general, ¿esta guerra será la última?

–Sin duda. Es el principio del fin de lo que se ha conocido como narcoterrorismo. Después de Escobar seguirá habiendo traficantes, pero ya no intentarán dominar al Estado. Serán como los del cártel de Cali, un asunto simple de policías y ladrones.

–Pero Escobar todavía no está muerto...

–Lo estará. Ya no cabe que busque acuerdos. Ya no puede entregarse. Sus antiguos compañeros no le van a perdonar. Le falta Gacha, le falta la organización paramilitar rural que le montó «El Mexicano» en el Magdalena Medio. Han muerto o han sido capturados los lugartenientes que dirigieron para él su primera guerra. Ahora es su propio capitán de bandidos.

Un avaro miserable

El diagnóstico se reveló exacto, pero hemos adelantado acontecimientos. Hay que volver atrás, y para ello es forzoso destacar uno de los rasgos más acusados de la personalidad de don Pablo: era un avaro miserable. Ya dijimos que Escobar no había llegado a la cima del delito comportándose como un caballero. La organización del cártel era muy compleja, formada por grupos de familias, como los Ochoa, los Galeano o los Moncada, que mantenían sus propias redes de tráfico, servicios de seguridad y líneas de blanqueo de dinero. A Escobar, que tenía esa fama de roñoso con su dinero y de espléndido con el de los demás, la guerra de los «extraditables» le había salido muy cara. Así que decidió quedarse con 20 millones de dólares, en concepto de impuesto revolucionario, que pertenecían a los Galeano y a los Moncada. Éstos protestaron y se celebró una reunión aclaratoria en «La Catedral». Bajo las mismas barbas de los guardias, los Galeano y los Moncada acudieron acompañados de sus guardaespaldas y sus contadores. En total, quince personas, reunidas en una de las antesalas de la «celda-palacio» del capo. No hubo acuerdo y Escobar mandó a sus hombres que los asesinaran allí mismo. Fernado Galeano fue torturado con un soplete de acetileno hasta morir. Sus hombres fueron castrados. Luego, sin que nadie del servicio de prisiones se atreviera a impedirlo, se sacaron los cadáveres y su sangre regó los caminos de Medellín.

La vergüenza cayó sobre el Gobierno colombiano. Las imágenes del lujo escandaloso de «La Catedral» supusieron un golpe moral para una población que había aceptado la indignidad del atajo bajo la presión de la violencia. Escobar se dio cuenta tarde del error cometido. Mientras los jefes de los otros cárteles cumplían el acuerdo de entrega y se retiraban pacíficamente a disfrutar de sus bienes, el capo de Medellín, fugado, se vio obligado a librar una doble batalla: contra el Estado, con un presidente Gaviria herido en lo vivo y que clamaba venganza, y contra sus antiguos compinches, agrupados bajo las siglas de «Pepes», es decir, «Perseguidos por Pablo Escobar». Fue una guerra de matarifes desalmados que proporcionó todo el imaginario del horror en el que se ha hecho experto el narco mexicano. Una guerra en la que se involucraron los narcos paramilitares de los hermanos Castaño, Carlos y Fidel –a este último el pintor Guayasamín le hizo un retrato– y las guerrillas marxistas de las FARC y el FLN, que ya vivían de la coca. Y también Washignton, que se volcó en la ayuda al Estado colombiano y, con sus medios para la guerra electrónica, acabó con las redes de comunicación de Escobar. Sin jefes, el propio capo tenía que bajar a la arena. Por ejemplo, se presentaba en medio de unos de los controles en la carretera de Medellín al aeropuerto que organizaban sus hombres, convenientemente disfrazados de policías, para cazar incautos. «La visita de don Pablo nos dio moral. Es un verraco. Se bajó de un campero rojo y nos dijo que se sentía orgulloso y que con gentes como nosostros valía la pena continuar la lucha».

Como Sadan Husein, furtivo en las calles de Bagdad bombardeadas... Unos días después de la visita al control, Pablo Escobar Gaviria, solo y repudiado por todos, incluso por su propio padre, fue localizado por el Bloque de Búsqueda de la Policía colombiana y abatido como un perro cuando trataba de huir por un tejado. Entre los que posaron con el cadáver a los pies estaba un agente de la DEA americana.