Un kilómetro que costó 20 millones de pesetas
Hace 25 años que el «Guernica» se trasladó del Casón del Buen Retiro al Museo Reina Sofía. Las medidas de seguridad ese 26 de julio de 1992 fueron extraordinarias y la operación, que había levantado una gran polémica, se convirtió en un éxito rotundo
Hace 25 años que el «Guernica» se trasladó del Casón del Buen Retiro al Museo Reina Sofía. Las medidas de seguridad ese 26 de julio de 1992 fueron extraordinarias y la operación, que había levantado una gran polémica, se convirtió en un éxito rotundo
«Lo único que faltaba ahora era preparar los últimos detalles de los requisitos técnicos y de seguridad necesarios para realizar un traslado eficaz y sin contratiempos de la obra maestra. Era evidente que en el caso de un accidente, un acto de terrorismo o algún otro acontecimiento trágico, nadie perdonaría ni olvidaría nunca a quienes habían contribuido a la destrucción de tan emblemático símbolo. Muchas carreras y reputaciones profesionales, y posiblemente incluso el propio gobierno del PSOE dependían del satisfactorio desenlace de todos los pasos implicados. En una reciente evocación, Jordi Solé Tura recalcaría los peligros que éstos entrañaban. En aquel traslado ‘‘te lo jugabas absolutamente todo, ya que si por casualidad algo hubiera salido mal, me habrían matado”». Así recuerda lo que supuso aquel traslado Gijs van Hensbergen en «Guernica» (Debate), un volumen de referencia que recorre la historia del cuadro desde que fue pintado hasta su ubicación definitiva en Madrid.
El decreto de 1992
En efecto, el pleno del patronato del Museo del Prado había dado luz verde (17 votos a favor y cuatro abstenciones) al traslado de la obra del Casón del Buen Retiro –a donde había llegado en octubre de 1981– al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, para convertirse en piedra angular de su colección. Los sufrimientos que había padecido la obra durante años de viaje habían dejado huellas imposibles de borrar en la tela. Se imponía, pues, una residencia definitiva para la obra picassiana. En 1992 se redactó el nuevo decreto que dividía las colecciones públicas de arte: los artistas que habían nacido después de Picasso irían al Reina Sofía y los nacidos antes se quedarían en el Prado.
Era aquel, por tanto, un viaje de ida sin vuelta que tenía un destino final, el antiguo Hospital General de Madrid que con tantas reticencias empezó a andar y sobre el que incluso circulaban leyendas urbanas sobre la existencia de fantasmas vagando por sus salas. La directora por aquel entonces era María Corral. Para el traslado, una verdadera obra de ingeniería, no se escatimaron medios y tuvieron que adaptarse, debido a las medidas de la obra, tanto el montacargas del centro, como el camión (al que se dotó de la altura suficiente con un remate similar al tejado a dos aguas de una vivienda) que recorrería el escaso kilómetro que distaban entre el Casón (donde llegó la obra enrollada en una caja de 515 kilogramos) de la plaza de Sánchez Bustillo. La operación que separaba origen y destino se elevó a 20 millones de pesetas (algo más de 120.000 euros). El dispositivo se llevó en absoluto secreto, pero nada se dejó a la improvisación como la misión requería. Se eligió el 26 de julio de 1992. Y no fue un día tomado al azar. Tenía su porqué y así lo explica María Corral: «Primero, era domingo y además el día posterior a la inauguración de los Juegos Olímpicos de Barcelona, y Madrid a las seis de la mañana era una ciudad completamente vacía». Hacia las seis y media un camión de gran tonelaje aparcaba en las inmediaciones del Casón. El cuadro estaba protegido hasta el último resquicio para evitar desperfectos. Según cuenta Van Hensbergen, «se protegió con láminas de madera contrachapada por si la jaula de cristal se rompía al desmontarla. Luego se puso en un marco de aluminio colocado sobre el ya existente. A continuación se envolvió cuidadosamente con una manta térmica especial para mantener la humedad y la temperatura correctas, y finalmente se metió en una caja protectora dotada de sensores que darían la alarma en el caso de que se produjera alguna variación perceptible. Paralelamente, el departamento de conservación del Prado había tomado todos los registros microscópicos posibles de la superficie del cuadro para poder comprobar la existencia de cualquier daño a su llegada al Reina Sofía». El control ejercido sobre el traslado era férreo, pues la polémica sobre el viaje ya había ocasionado suficientes titulares como para exponerse a un fallo en el último momento.
La operación se prolongó cuatro horas. La comitiva, formada por nueve furgones policiales, un helicóptero que sobrevoló todo el recorrido y un cortejo de coches oficiales, partió de la calle Felipe IV, siguió hacia la Plaza de Neptuno, enfiló el Paseo del Prado, continuó hacia la Glorieta del Emperador Carlos V, pasó por la Ronda de Atocha y la céntrica Argumosa hasta alcanzar su punto de destino en la calle Hospital en la parte de atrás del Reina Sofía, que era donde se iba a realizar la operación de descarga. Fueron apenas quince minutos.
Un cristal especial
El trabajo para recibir la obra se reforzó. «Colgado tenía una belleza increíble. La obra tenía que exponerse con un cristal, como lo había hecho anteriormente, pero se encargó uno especial se seguridad, sin color verde, en Zaragoza. Lo hizo Cristalerías Españolas. Poder verlo a la luz del día era impresionante. Lo mismo que toparse con él en la sala, era una gran sorpresa», recuerda Corral.
Las críticas llovieron como piedras y lo que no consiente es que «fuéramos criticadísimos por tomar la decisión del traslado. Picasso nunca dijo que el cuadro tenía que permanecer en el Prado. Eso es un cuento como un castillo. Yo tengo el documento de William Rubin y no dice absolutamente nada de eso», asegura, al tiempo que añade que «seguimos adelante a pesar de los impedimentos porque teníamos la voluntad de conseguirlo, de que se expusiera en el Reina Sofía. Contábamos con la aceptación unánime de los miembros de la familia. Sabíamos que estábamos haciendo lo que era correcto, por eso pudimos aguantar lo que aguantamos sobre nuestras espaldas».
Una grúa, que podía soportar hasta siete mil kilos (contenido y continente alcazaban los 1.600), estiró su brazo y sacó del camión que lo transportada el lienzo, que había llegado a su destino. Sólo faltaba ya colocarlo en la sala. El momento de introducirlo en el montacargas fue clave y a algunos les hizo contener la respiración. Todo salió como estaba previsto. Hubo foto de familia frente a la obra y un control exhaustivo de la sala, dotada con equipos capaces de detectar cualquier mínima alteración medioambiental. El cuadro siguió estando protegido por un blindaje de cristal, el mismo que lo acompañó desde que la obra aterrizó en España en 1981 y que se eliminó en 1995, cuando se presentó la colección permanente reordenada. El «Guernica» estaba rodeado por un cordón de seguridad colocado a tres metros y medio de distancia como protección. Jorge García-Gómez Tejedor, responsable del Departamento de Restauración del Museo Reina Sofía, estuvo presente aquel día: «Fue especial porque se trataba de algo sumamente importante. Lo recuerdo como espectacular, un momento tenso, pues nada podía torcerse debido a las dimensiones, no solo de la obra, sino del acto y del significado que entrañaba. Todo lo que ha rodeado a la obra ha sido complejo y ha llevado su tiempo: la preparación, el espacio adecuado, la planificación del recorrido... Se eligió una hora temprana, pero aun así se lió una tremenda. Y el momento de colgarlo en la sala. Uf..., eso fue increíble», recuerda.
A pesar del tiempo transcurrido, la polémica se ha dejado sentir periódicamente, ya que siempre ha habido voces que han reclamado que la obra debe exhibirse en el Prado (el ejemplo último y más reciente es del ya ex director de la pinacoteca Miguel Zugaza) y que tiene que viajar a Guernica para que se vea allí. Lo han reclamado de museos de todo el mundo. Y la respuestas, desde que llegó a España ha sido siempre la misma: el cuadro no viaja.